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El proceso de maduración psicológica y sus factores

 

Empecemos diciendo que las sociedades de antes ayudaban al ser humano en el camino de su progresiva maduración psicológica mucho más que nuestras sociedades post modernas.


Hasta no hace mucho, en el seno de cualquier sociedad avanzada existían elevados referentes a los cuales todos debíamos ajustar nuestra conducta, so pena de quedar invalidados para participar en determinados aspectos de la vida social.


Esos principios nos eran presentados en nuestra más tierna infancia, al tiempo que nos consentían ciertos niveles de tolerancia si transgredíamos esos principios debido a nuestra edad y a nuestra escasa formación.


Para una adulto esos principios eran rigurosos en grado máximo. Al mismo tiempo, estos principios representaban una autolimitación, a veces muy amplia, que siempre era bien acogida, porque, en el fondo, era una renuncia consciente al desmedido poder de los instintos, que tornan imposible la vida social.


Lo primero que se nos enseñaba, digamos, el primer principio, era que renunciábamos al poder de la mentira y del engaño, pues mentir, engañar y falsear supone jugar con ventaja y estar en mejor situación que uno que diga la verdad.


“Cállese si quiere, pero no mienta”, era la frase que nos decía el cura cuando nos amonestaba por una travesura o un estropicio. Todo se soportaba menos la mentira, pues, nos decían, que, si bien el primer pecado de Adán y Eva fue el de soberbia y el segundo fue la gula, el tercero fue el de la mentira.


Esta actual sociedad está tan enferma y ama tanto los fingimientos que, no en vano, Foucault designó a la mentira como la fuerza social más potente que hoy existe. La mentira existe, precisamente, para que no se desvele la verdad, pues si la verdad se manifestase, la fiesta se acabaría de súbito, como un vehículo al que repentinamente le falla el corazón de su motor y se para en seco…


La base de la madurez consistía en aceptar estas normas, interiorizarlas y devenir un ser humano responsable. La responsabilidad era la piedra de toque que aseguraba que la madurez personal y social se había logrado. Incluso el Estado, como entidad política, cifraba su supervivencia en el desarrollo de esas normas, que eran el fundamento de toda la vida social. No se admitía que nadie sometiese a crítica estas normas morales, a menos que uno fuese un eminente filósofo o un gran escritor, y aun entones se soportaban malmente estas críticas como devaneos de una mente exhibicionista...


Las naciones, como los individuos, también tenían sus normas morales fundamentales, y estas las demostraban en sus relaciones con las otras naciones. La relación entre dos o más países es lo que constituye el comercio.

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Recordemos que había países más exigentes y otros menos, con respectos a las normas de las que hablamos. El poeta español León Felipe, por esto mismo, se refería a Inglaterra como “vieja raposa avarienta, que tienes parada la Historia de Occidente desde hace más de tres siglos”.

 

Pero todo cambió ya. Y no queda actualmente ni rastro de ese rosario de certidumbres morales que construían la vida social. Lo que hay hoy es incertidumbre y una serie de interminables extraños valores: ser guerrero climático, definir la propia sexualidad según los deseos particulares, establecer el reino del igualitarismo, no consumir energía que produzca carbono, etc.


Pero lo peor de todo es la reciente constatación de que el Estado, sin defender, los fundamentos de antaño, sigue prohibiendo la injusticia, como antes, pero porque ahora es él quien la monopoliza, según su particular arbitrariedad.


El moderno Estado, admite que los individuos se deshonren con la total ausencia de normas morales, pero lo peor de todo es que el Estado lo hace porque él también se deshonra utilizando la astucia, el engaño consciente, los rumores y la mentira, aquello que la sociedad de antaño te prohibía: mentir.


El Estado exige de nosotros dinero y obediencia total, pero nos anula con un exceso de ocultación de la verdad y una censura tan severa que nos deja absolutamente inermes frente a cualquier rumor o noticia “fake”.


Ver al Estado colaborando en situaciones de injusticia es una cosa que no puede menos que provocarnos una gran ira. Nosotros tenemos que estar sometidos a las normas que dicta ese mismo Estado, incluso hemos renunciado al empleo del poder brutal del egoísmo, sin embargo, él, el Estado, se desliga de toda garantía y de los convenios que había pactado con nosotros y confiesa abiertamente su codicia y su ansia de poder.


Allí donde una comunidad cesa de reprochar cosas al Estado, cesa también el freno con el cual los ciudadanos mantenían a buen recaudo su crueldad, su ansia de engañar, su brutalidad y su descontrol. Pues, ¿de qué vale que nosotros tengamos conciencia si nuestros gobernantes y administradores son aún peores que nosotros?


Esta gigantesca decepción que todos sentimos frente al post moderno Estado occidental provoca en nosotros el desplome de las ilusiones. Pues es labor del Estado ofrecer ilusiones colectivas. Vemos la patrias rebajadas al nivel de mercaderías, las posesiones nuestras son arrebatadas por las Haciendas públicas y los ciudadanos son despreciados y divididos.


En definitiva, al moderno habitante de un país en Occidente se le ha expulsado de todo.


¿Cómo es que, a pesar de todo nuestro enorme patrimonio cultural, a pesar de los esfuerzos de padres, profesores, religiosos, psicólogos y educadores no se ha podido desarraigar la brutalidad de la entraña del ser humano?


Preguntarse esto supone creer en la mentira de que el ser humano nace puro, santo y noble. Y eso, como ya hemos dicho, es una mentira que el idealismo ha divulgado y ha logrado imponer en las mentes de educadores, legisladores, padres y gobernantes de la post moderna sociedad occidental.


El proceso de la llamada madurez consiste en que las malas tendencias del ser humano se disuelven bajo el influjo de la educación y de los buenos ejemplos. Entonces esas inclinaciones se sustituyen por una constante aspiración al bien, y a la responsabilidad personal. Pero es necesario que el Estado defienda y promueva la tendencia al bien. Porque, actualmente, el Estado defiende y premia justo lo contrario.


Un ser humano así educado repudia la guerra, la mentira o aprovecharse de los demás.


Sin embargo, hay que dejar claro que estos impulsos profundos de los que hablamos son la materia primigenia del ser humano. Todos estos impulsos elementales tienden a la inmediata satisfacción. Casi todos, o, mejor dicho, todos, sin el casi, estos impulsos en sí mismos no son ni buenos ni malos. Pongo por ejemplo, todos lo que se basan en la defensa del egoísmo.

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Reconducir estos instintos requiere un largo camino, en el que son necesarios, por una parte, la conciencia de la propia autoeducación, y por otra, el apoyo constante del Estado como el más interesado en que esta transmutación se lleve a cabo.


Algunas veces, por las razones que sean, esta transformación es solo un fingimiento de cara al exterior, de cara a la vida social. Esto es lo peor que puede pasar. Es muchísimo peor que cuando el individuo exhibe puramente su descarnada faceta de egoísmo y animalidad.


En el primer caso que hemos indicado, el del fingimiento, el egoísmo se camufla bajo el manto de la compasión y la crueldad se viste de bondad y generosidad. Un individuo así, juega con dos barajas, y por eso, un ser humano así, tiene todas las de ganar Un individuo de estas características indefectiblemente acabará introduciéndose en política. Pues la política le permite satisfacer su juego con dos mazos de naipes; así, apelando a la adaptabilidad, pactará con quien desee, y además exhibirá su rostro del altruismo para satisfacer su sed de poder, popularidad, éxito y riqueza.


La transformación de los impulsos malos en buenos, se debe a dos factores, uno interno y otro externo, que han de actuar a la vez, con la misma dirección y con la misma fuerza. Es un proceso de un equilibrio delicadísimo pues no ha de prevalecer ninguno de los factores, los dos han de tirar en la misma dirección y con la misma cantidad de empuje.


El factor egoísta interior es sanado por el amor, o al menos por el erotismo en su sentido más elevado. Los impulsos amorosos transforman los originales impulsos egoístas en instintos sociales y en preocupación por alguien que no sea yo mismo. Digamos que la vida amorosa, o el descubrimiento del erotismo, hace que los individuos prefieran sacrificar las ventajas de un profundo egoísmo a la ventaja de amar y sentirse amados.

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El segundo factor de transformación es la educación. Aquí está implicado el Estado, el sistema de enseñanza (la Paideia de los antiguos griegos), las familias y el propio individuo. La educación representa la continuación directa de una misma civilización.


La civilización actual ha sido un proceso de conquista a través de la renuncia a esos aspectos negativos que llevamos dentro. Por eso la continuidad de la civilización exige de cada individuo el mismo acto de reprobación, la misma renuncia.


La civilización supo transformar, de manera magistral, el impulso erótico, el cual logró trascender la brutalidad del egoísmo, en tendencia altruista.


Los seres humanos que nacen hoy traen dentro de sus genes este aprendizaje, repetido y renovado durante siglos y siglos. Digamos que es algo que se ha incorporado a la estructura filogenética de la especie humana. Los seres humanos han heredado esa capacidad para transformar sus impulsos negativos en tendencias positivas. Esto está ya presente en nosotros en mayor medida que lo estaba en los hombres y mujeres de la Edad Media.


No hay que negligir la importancia decisiva de la autoeducación y del propio proceso de autodisciplinamiento y de autoformación, así como la influencia del Estado en el que se nace y la influencia de la civilización particular.

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Yo siempre me ciño a la civilización grecolatina, que para mí ha sido la civilización de las civilizaciones. Hay otras civilizaciones de las casi mejor no hablar, …


Antaño, los Estados se jactaban de que no seguían en nada a la naturaleza y se tomaban el trabajo de manifestar continuamente en qué maneras se diferenciaban de ella. Pero observo, que ahora, en algunos Estados, ocurre todo lo contrario. Lo peor es que eso pasa por aflojar las exigencias o las normas morales, que son las únicas que nos fuerzan a apartarnos de nuestras tendencias instintivas.


Esto es clarísimo en el terreno de la sexualidad. Como es imposible suprimir todas las normas éticas en el campo de la sexualidad, esta aparente libertad, ha generado una verdadera neurosis, pues qué sentido tiene que me obliguen a aceptar arbitrariamente que debo cumplir unas normas sí, y otras no, cuando ambas son igualmente absurdas. Esta crea una deformación que forzosamente empuja hacia afuera a los instintos inhibidos a abrirse paso en cuanto se pueda.


En una sociedad así, el hipócrita es el triunfador. Incluso sucede que toda al sociedad se vuelve hipócrita.

EN CONCLUSIÓN,


El ennoblecimiento de nuestra “sombra”, como diría Jung, depende de un factor personal y de un facto exterior, no siendo la inteligencia propia el elemento más importante de ellos. El Estado ha de tener una parte muy elevada en nuestra evolución anímica.


Claro, ahora caigo en el disparate que he cometido durante todo este tiempo, yo he estado hablando de un Estado que de verdad se preocupe por la felicidad y por el desarrollo de los ciudadanos. Y no lo que hay ahora: un Estado que solo busca salvar la cabeza y el trasero (puede que ambos sean intercambiables) de sus altos representantes.

Juan Ramón González Ortiz

 

 


 


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