
Cómo
me encontré con Séneca y con Don Luis de Góngora
en los Campos Elíseos
Juan Ramón González Ortiz
Había acabado ya el artículo sobre los últimos
años de Séneca, que tal vez hayas leído en esta
revista, o tal vez no, da igual.
Hacía mucho calor y me encontraba muy agitado y activo, para
colmo, era la noche de San Juan, que no solo es mi santo, sino que,
desde siempre, desde mi niñez, los astros en ese día
me llenan de una hiperestimulación desquiciante. Voy, y vengo,
y voy otra vez, y vengo de nuevo, y me agito, sin objetivo alguno
ni designio. Ordeno los libros, pero, sin darme cuenta, los desordeno,
y los pongo al revés… Tal vez algún genio malo, algún
mal encantador (el mismo que le tapió la biblioteca a Quijote)
decide hacerme blanco de sus bromas en esa noche en la que el mundo
de los espíritus elementales y el mundo de los humanos se acercan
peligrosamente.
Me imagino a los geniecillos, a los trasgos y a las juguetonas hadas
sentados en el salón de mi casa esperando, ansiosos por ver
qué nueva payasada o locura protagonizo mientras me ocupo de
mis cosas o mientras hago las tareas domésticas. Este año,
tropecé con la gata, que yo creo que estaba sentada junto a
mi fiel público de espíritus elementales.

De
resultas del traspié, caí sobre la yuca, una de cuyas
ramas golpeó el busto de escayola de Richard Wagner que está
sobre unos libros.
Cayó la estatua del alemán, y, como no podía
ser de otra manera, me aplastó el dedo gordo del pie derecho….
Lo
peor de todo es que mientras tanto, en la radio, estaba acabando la
Sinfonía Heroica, y sonaban los enérgicos compases de
la gran coda final y todo parecía un ballet de desastres perfectamente
sincronizado con la música.
El
grandioso acorde do mi sol do del final, coincidió de pleno
con la monstruosa palabrota que proferí cuando el bueno de
Wagner me reventó el pie.
Hasta mis oídos llegaban histéricas las carcajadas de
los geniecillos, a los que adivinaba sentados en semicírculo
a mi alrededor.
Sudando como un diablo, harto, cansado y dolorido, decidí que
por este año se había acabado ya el circo de la Noche
de San Juan. Me senté en una butaca, cerré los ojos,
me tranquilicé y me serví un vaso de Jerez.
Uhmmmmmm….. Me serví un nuevo vaso, y me relajé aún
más….
Seguramente no tardé más de unos pocos minutos en caer
dormido como un lirón…
Cuando
abrí los ojos, los geniecillos me habían llevado ante
una vasta y bellísima llanura poblada de miles de flores diferentes
y regada por un río solemne y lento, lleno de majestuosidad
y hermosura.

Un geniecillo, que me daba la mano, como si fuera un adorable niño
pequeñito, me dijo mentalmente que para demostrarme que no
me querían mal,
y, aprovechando que en la Noche de San Juan se facilitan todos los
contactos mágicos, me habían traído a ver los
Campos Elíseos. Con esto me querían demostrar su amistad
y que esta hermosa visión me sirviese de consuelo a mí,
a mi ego y a mi dedo pulgar del pie derecho.
Añadió que ellos tenían rigurosamente prohibido
adentrarse en ese territorio, pero que habían obtenido para
mí el poder de entrar y de charlar con quien quisiese. Me dijeron
que usase de este privilegio, pues la Noche estaba ya a punto de acabar…
Ante mí se extendían las interminables llanuras de asfódelos,
de las que hablaba aquel lamento fúnebre a la pobre Fanión
de Mitilene que traduje en mi juventud. Al fondo, se veían,
lejanos los acantilados del río Aqueronte, por donde debía
de navegar el enorme y desgarbado Caronte. Entre los delicados árboles,
de formas muy bellas y con frutas nunca vistas por mí, por
doquier se veían sobresalir estatuas a Artemisa, a Hades, y
a Perséfone. Había cientos de estatuas más, pero
yo no atisbaba a ver quiénes eran.
Todas esas praderas transmitían la sensación de una
maravillosa armonía. No se puede explicar, y mucho menos escribir,
la increíble sensación de paz que se experimentaba simplemente
con la contemplación de esas interminables llanuras. Era algo
inefable. También era algo delicioso el perfume floral de aquellas
afortunadas campiñas. Era un aroma fresco y energético,
que alimentaba al alma al mismo tiempo que la refrescaba internamente.

Bajé de la suave colina en la que estaba. A cada paso que daba
avanzaba cien o doscientos metros, como si no hubiese gravedad. Y
bien pronto me apercibí de un enjuto y reseco ser humano, demasiado
reseco para ser poeta, y demasiado enjuto para ser héroe, vestido
con la clásica toga pretexta, con la típica cenefa purpúrea,
que miraba en la dirección en la que yo venía. Me miraba
a mí. A medida que me acercaba, descubrí con admiración
que era… ¡Séneca!, ¡el mismísimo Séneca!
Era idéntico a ese famoso busto en mármol que se conserva
en los Uffizi.
Apenas me llegue ante él, murmuré “Maestro…”.
Pero
el filósofo me cortó en seco y me dijo, “He sabido que
tus geniecillos te han traído hasta nuestra casa, pues los
que aquí moramos sabemos todo lo que los humanos disponéis
en vuestro mundo con respecto a nosotros y no me ha costado nada acercarme
para esperarte. Ahora te ruego que huyamos prestamente de este lugar
pues mi insoportable paisano, Góngora, está por aquí
cerca y, como nos vea y le dé por venir, puede arruinarnos
el día”.
Me quedé de piedra.
¿Cómo, Góngora?, ¿Luis de Góngora
está aquí?
Sí, y te garantizo que si nos caza vas a desear haber estado
en las infaustas praderas infernales.
No
te puedes imaginar el amor que me tiene, y todo porque los dos somos
de Córdoba. Anda que yo podía haber nacido en la húmeda
Britania, o en Corinto, o en la punta del cabo Ténaro, o en
la ciudad de Hércules, la alegre Cádiz. Pero no, fui
a nacer en Córdoba…”
“Maestro, estoy viendo allá lejos a un hombrecito que nos llama
y que agita sus brazos para llamar nuestra atención”.
“Maldición, ya tenemos aquí a ese gordinflón,
a ese nariz ganchuda ¿Será posible que no me deje ni
medio minuto a solas?”
Y, en medio minuto, como una flecha surcando el aire, Góngora
llegó a nuestro lado.
“Ah, don Lucio, viejo pellejo, pretendías escapar de mí,
¿verdad?, ¡con lo que yo te quiero!”
“Te he dicho que no me llames Lucio ¿Por qué no puedes
llamarme Séneca, como todo el mundo?”
“¿Quién es este claro varón, que os acompaña,
don Lucio?”
“Este es un visitante, autorizado. Y ha venido a charlar conmigo”.
En ese momento, a Góngora se le iluminó el rostro, y
respirando profundamente, dio unos pasos hacia mí. Séneca
supo de inmediato que Góngora iba a improvisar una tirada de
versos, y alarmado exclamó:
“No, no empecéis, Góngora, os lo ruego”.
Pero
todo era inútil. Góngora ya estaba lanzado:
“¿Acaso canoras aves con sus líquidos cristales en arcaduz
de oro, como al viejo Agamenón, ausente el Betis, segundo Erídano,
de cerúleas sienes bajo el fulminante aljófar … ?
Lo
siento. No sé qué iba a decir. Me he perdido. Ya no
soy el de antes”.
“En realidad, dije yo en medio de aquella pelea, don Luis puede unirse
a nuestra conversación, Maestro, si vos no tenéis nada
en contra”.
“Góngora se puede quedar si renuncia a improvisar versos”,
sentenció Séneca.
“También soy un gran admirador suyo, don Luis. Me sé
de memoria su romance de “Entre los sueltos caballos”, y muchas octavas
de la “Fábula de Polifemo y Galatea”.
“Oh, qué emoción”, dijo Góngora al borde de las
lágrimas. “Por fin alguien que sabe valorarme como merezco…”
Yo no pude menos que estallar de alegría al verme en presencia
de dos de los mayores faros que ha tenido la humanidad. No pudiendo
aguantar mi gozo más tiempo, sintiendo que mi alma estallaba,
exclamé, grité, “qué felicidad siento en mi alma.
Ojalá pudiera quedarme compañía de ambos durante
varios años”.
“¿Tal vez, don Lucio, me dejéis ahora improvisar unos
versos triunfantes y sonoros? La ocasión así lo exige.
¿O, si queréis que no me exalte, preferís unos
versos a la brevedad de la vida? ¿Acaso os gustaría
que os recitase uno de los sonetos que escribí sobre ese tema,
que tanto os gusta, y que dediqué a Licio? A Licio, he dicho.
No a Lucio, viejo pellejo, ja, ja, ja,….”
“Bufffff…. Y así toda la eternidad…”, replicó Séneca.
“Bueno, don Lucio, si lo que deseáis es más ligero,
y ya sé que estáis en contra de desear, os puedo dar
un montón de recetas de cómo guisar y acompañar
una hermosa y oronda morcilla. O cómo dorar y mejorar la cecina”.
“¡Somos inmortales, Góngora!
¡No
sentimos hambre!, ¿acaso tiene sentido que me habléis
de cecinas?”, replicó Séneca un poco molesto.
Cuando la pelea estaba en su zénit, oí dentro de mi
cabeza la voz infantil de uno de los geniecillos que me habían
traído hasta esas vastas praderas, “La puerta se está
cerrando. Venid rápido a la colina con nosotros”. Muy alterado,
me giré de súbito y, sin despedirme siquiera, gané
de dos o tres saltos la colina en la que me esperaban los espíritus
elementales. Antes de desaparecer vi, allí abajo, a Séneca
que me decía adiós, con la mano, muy comedidamente,
como corresponde a un filósofo estoico. Góngora sin
embargo había hecho bocina con sus manos y gritaba a través
de ellas con toda su energía: “Adiós, amigo, ojalá
tu parasismal sueño profundo, igual que el tronco de Filis,
laurel sagrado…” Y ya no oí más.

Cuando me desperté al día siguiente, …. dolor de cabeza,
terrible dolor de cabeza, el vaso por el suelo, la botella de vino
de Jerez vacía, desorden en el salón de mi casa…En fin,
al menos puedo decir que ya he visto el otro lado. Y que sé
cómo se las gastan los inmortales. Así pues, ¡que
me quiten lo bailado!
Juan
Ramón González Ortiz