Suena
el despertador…
Por Juan Ramón González Ortiz

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Suena
el despertador, nos levantamos, a trancas y barrancas, medio adormilados,
y tal vez de mal humor. Empezamos el día con una taza de café,
porque es el estimulante más barato y admitido socialmente. Muchos
de nosotros, para funcionar en nuestros trabajos, hemos necesitado el
café durante gran parte de nuestra vida. Una vez que el salvador
influjo de la cafeína empieza a activar nuestro sistema nervioso,
pasamos a revisar el correo electrónico o nuestros mensajes.
Para muchas personas en este mundo, que se nutre del dolor del inocente,
la secuencia de acciones que hemos descrito son ya tres adicciones totalmente
establecidas. Son tres hábitos que no son inocentes, pues controlan
y dirigen nuestras vidas. Son tres hábitos que al restringirnos
la libertad de decisión nos esclavizan.
Pensamos de nosotros que tenemos el control, ¿verdad? Pero no es
así. No podemos dejar de consultar el móvil con fruición
como no podemos dejar de beber café tras café. Acaso el
café sea el impulso más controlado que padecemos.
¿Cómo podemos hablar de libertad cuando un sinfín
de cosas nos han quitado la posibilidad de abstenernos de ellas?
Internet nos ha robado la libertad, la televisión, el politiqueo,
el tabaco, la necesidad compulsiva de divertirnos, o de estar permanentemente
descansando, ….
Una vez que los hábitos se apoderan de nosotros, dejamos de pensar
y de ser racionales. Hay que ser implacables con los hábitos. Preguntarse
por los hábitos supone estar dispuesto a vencerse a uno mismo,
y supone también huir del placer y de la comodidad, y no rechazar
el esfuerzo, e, incluso, exagerando un poco, no temer a la muerte.
Hay ciertas cosas que dependen de nosotros, otras no. Los acontecimientos
exteriores no dependen de nosotros. Trabajar con un ordenador, o con un
teléfono móvil, es algo que nos es impuesto. Eso no lo podemos
controlar, pero sí que podemos controlar nuestro grado de libre
asociación a ese tinglado exterior.
Sí que podemos controlar nuestro nivel de independencia y de frescura
de mente frente a todo lo que nos ha sido impuesto. “Las cosas que
dependen solo de nosotros son por naturaleza libres, y por tanto no están
sujetas a restricciones ni impedimentos”, decía con mucha
cordura Epicteto.
El camino para la paz interior pasa por la independencia con respecto
a todo lo que constituya el armazón exterior de nuestra vida. Si
el mundo en nuestro torno se agita no tenemos por qué agitarnos
con él. El destino nuestro no es el del mundo, porque nosotros
no somos de este mundo. No lo olvidemos. “Le monde va de lui même”.
Todo lo que no se ajuste a nuestra capacidad de decisión no ha
de ser importante para nosotros. Y eso es justo lo contrario de lo que
la gente hace, pues dan más importancia a la carcasa exterior,
al engranaje social, que a su libertad interior.
Una persona ya no espiritual sino, simplemente, inteligente reconoce que
hay una esfera interior de poder personal y una esfera exterior, que se
nos escapa, precisamente porque está fuera de nosotros.
Solo somos responsables de una cosa: de lo que tiene que ver con nuestro
círculo íntimo de poder. Lo demás… es intendencia.
Son cosas sobrevenidas a nuestra vida y se espera que cumplamos con ellas
con eficacia.
Cuando a Anaximandro le echaban en cara que no participase en política,
decía que él no era de Atenas, ni de Corinto, ni de Pérgamo,
… Y apuntando a lo alto con su dedo decía muy seriamente
que el cielo era su única patria, y que todo lo demás le
era indiferente porque no eran sino accidentes del destino.
Si una persona solo está atenta a lo que es el campo de sus decisiones
personales, y no al vaivén del mundo que le rodea, puede ser libre
incluso viviendo en una cárcel o en un campo de trabajo.

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Recuerda,
querido lector, que Epicteto decía que la cárcel y la tribuna
son los dos lugares más opuestos que hay, pero en los dos existe
el mismo libre albedrío.
Sin embargo, tenemos que estar de acuerdo que todo se concita para sacarnos
de nuestro círculo íntimo y personal donde ciertas cosas
están bajo la responsabilidad de nuestra voluntad y de nuestra
Alma.
La manipulación nos rodea, nos alcanza y nos afecta. La manipulación
intenta colarnos dentro del Alma cosas que no pertenecen a nuestras competencias.
Intenta colarnos la mezquina luz de una cabaña de pastores haciéndola
pasar por la estrella del amanecer. La manipulación nos distrae
y consigue que cosas que no son en absoluto importante nos parezcan más
importantes que nuestra propia Alma.
El miedo es el elemento básico de la manipulación. Pocas
personas pueden resistir el llamado del miedo. Por eso una y otra vez
tenemos que repetirnos a nosotros mismos la tabla de valores que nos ilumina.
Yo estoy seguro que Anaximandro también lo haría, por eso
respondía con tanta celeridad cuando, tan maliciosamente, le preguntaban
por su apartamiento de la política. A él, el bastaba con
declarar el valor supremo, el valor por excelencia: el cielo.
La
paz interior se basa en una sola cosa: mantener la línea recta.
No salirse del camino ni de la senda, continuar con nuestra vía,
no cambiar el rumbo. Aunque hay que asumir que tal vez nuestro rumbo esté
equivocado, y que tal vez al final de nuestra vida tengamos la sensación
de haber fracasado. Este futurible, todo ser humano lo tiene que considerar
profundamente. Tras esta toma de conciencia, hay que decidirse: “On
s’engage et puis on voit”, o sea: “primero, uno se compromete,
y después ya veremos”.
Los demás desfallecen, fluctúan, a veces se hunden, empiezan
mil veces desde cero, cambian de curso en su vida, tal como hace un pez
que nada en alta mar y que de repente da un coletazo, torciendo su carrera.
Todos estos, a veces siguen las normas sociales, a veces las rechazan
para de nuevo volver a admitirlas… Una vida así es una pesadilla
infernal…
No hay que dejarse desviar por las marcas de unas huellas que de repente
veamos en la llanura solitaria. Esas extrañas huellas ni siquiera
tienen que turbar nuestro ánimo.

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El
camino hay que reconocerlo continuamente, hacerlo nuestro, sentir que
es nuestro camino y seguir con él. Que el camino te posea y te
haga suyo.
Cualquier cosa es preferible que suceda antes de llegar al máximo
embrutecimiento posible: dejar de pensar. Por esto mismo, Sócrates,
en el ágora, le preguntó a un zapatero qué cosa es
un zapato, y este no supo qué contestar. Se trataba de una mente
embrutecida, estancada, que operaba mecánicamente. Un ser humano
así ha perdido la gracia divina.
Estar permanente atento a uno mismo y a sus acciones es la mejor manera
de vencerse a uno mismo.
La felicidad solo depende de nosotros. Y de nadie más. No debemos
echar la culpa a lo que nos rodea, pues ya hemos visto que nos ha sido
impuesto y que no podemos hacer nada.
Para todo esto, necesitamos una mente nueva, necesitamos ver lo que nadie
puede ver: la belleza de las grietas del pan en su corteza, la voluntad
de vivir de una hierbecita que se opone al viento feroz de la estepa helada,
la inquietud del joven juez que va a un juicio en el que se espera de
él mucha severidad, …
Necesitamos destruir nuestra mente vieja y avulgarada. Necesitamos un
total cambio de mente. Y eso lo podemos conseguir aquí y ahora.
Ahora mismo. La mente es un mecanismo que trabaja como una llave. Medio
giro a la izquierda, cierra; medio giro a la derecha abre. Eso es todo.
Lo que pasa es que no queremos dar ese medio giro. “Sometámonos
voluntariamente a la destrucción”, decía en este mismo
contexto el gran Marco Aurelio.
Esta es la METANOIA de la que hablaba San Pablo, el Iniciado, al que injustamente
le atribuyen la “invención” del Cristianismo.
Nuestra mente no es diferente de la mente de esos romanos, o judíos,
a los que Pablo les pedía un esfuerzo para lograr el renacimiento,
la Metanoia. Dos mil años de distancia y seguimos siendo iguales.
Tenemos la misma mente vieja, caduca y repetitiva. Porque la mente vive
en el pasado y solo va de lo conocido a lo conocido.
Hay que reiniciarse continuamente, “que no hagan callo las cosas
ni en el alma ni en el cuerpo”. Hay que alimentar el fuego interior.
Hay que avivar sin cesar la mirada nueva, fresca, renovada y diferente,
no acostumbrase nunca a lo viejo, pues como decía el príncipe
Hamlet, “para enterrar a un muerto todos valen; todos, menos un
sepulturero”. Y así es, pues el sepulturero ha perdido el
don de la sorpresa y de la novedad, ya es un profesional y por eso constantemente
vive en el pasado.
¡Cuándo nos convenceremos de que el mecanismo del cambio
lo pone en marcha la reflexión!
Y esto es lo que falta hoy: reflexión. Todo es mirar para otro
lado. Todo es desalentar a la gente acerca de que piense sobre sí
misma, sobre su entorno, sobre su realidad, sobre sus obligaciones y acerca
de qué modos se consigue la serenidad.
Hay que interrogarse a uno mismo. Hay que hacerse preguntas dramáticas,
ingratas. Esto no significa, querido lector, que te vayas a volver loco.
No. Al contrario. Además, incluso la locura es mejor que dejar
de pensar.
No nos podemos contentar con una vida superficial.
Pon toda la atención del mundo en ti mismo y considera que tu vida
es lo más importante del mundo. Al margen del dinero, de la salud,
de los viajecitos, o de las relaciones amorosas que tengas. Todo eso no
cuenta nada.
El dinero es el único motor de más de ochenta y tantos por
ciento de la sociedad. Las personas con dinero, con mucho dinero, no tienen
lo que creen que tienen. En numerosísimas ocasiones un rico vale
menos, íntimamente hablando, que un pobre. De hecho, casi siempre
es así. Los pobres no son temibles, las gentes ricas y respetables
sí. Todas las guerras las han movido ellos.
En fin, querido lector, hay que organizar toda la vida a partir del interior.
Y no al revés: organizar el interior a partir del exterior. El
que tal hace no estará jamás libre de perturbaciones, miedo,
sospechas, chivatazos, pérdidas, desastres, … Si uno se centra
en los valores el Alma mantendrá fuera de sí todos estos
horrores, que consumen la vida de cualquier ser humano.
La próxima vez que suene el despertador que sea para anunciar el
reinicio total, el comienzo de los comienzos, algo así como la
campana del satori inmediato. O, al menos, para recordarte que despunta
un nuevo día. Que no es continuación del ayer, sino que
es en todo diferente. El ayer ha muerto y nosotros con él.

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Apaga
el despertador, pon el pie en el suelo, y di: “En este nuevo día
solo depende de mí que no ensucien mi alma los vicios, las pasiones
o las palabras mal dichas. En este nuevo día solo dependo de mí,
y de nadie más, para alcanzar la felicidad que ansío”.
Que ya no vuelva a sonar más el despertador para que, como el pobre
burrito que está ceñido a la estúpida noria, retornemos
a nuestra vida mecánica, sin conciencia, plagada de hábitos
destructores en la que el único fin es acumular dinero, experiencias
y posesiones. Acaba con los hábitos. Repítete a ti mismo,
como Pablo de Tarso, cuando en las playas sagradas de Éfeso se
despedía de sus amigos para ir a Roma, donde él sabía
que iba a morir, y no cesaba de gritar hasta la ronquera: METANOIA, METANOIA,
METANOIA, METANOIA, METANOIA,….
Juan Ramón González Ortiz
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