Los
dos nacimientos de Robert Graves
Mucho antes de que la televisión divulgara el nombre de Robert
Graves, a través de la serie televisiva de Yo Claudio, ya había
leído numerosos poemas suyos. Pero fue su obra Los dos nacimientos
de Dionisio la que me impulsó a ir a Deià a verle, a
estar con él.
Esto fue lo único auténticamente grande que supe hacer
en aquellos años de universidad.
El viaje hasta Deià fue algo delicioso, porque me alejaba de
ese mundo ruinoso de la facultad y me devolvía al tierno día
de lo que vive y respira.
Cuando llegué a Mallorca la brisa era más agradable
que nunca, el mar más profundo que nunca y los nogales tendían
al aire sus copas agitadas diciéndome rumorosamente, "vuelve
y cuéntanos lo que escuches de labios del poeta".
Una especie de orgía frenética me empujaba hacia Deià.
Cuando llegué, él estaba sentado en las escalinatas
de piedra del exterior de su casa. Componía, sobre un tostado
plato de cerámica, un centro de mesa con alcachofas, pimientos
rojos, verdes y amarillos, brillantes berenjenas, tomates resplandecientes.
En esa bandeja de barro mallorquín, iba colocando las hortalizas
con la misma delicadeza que si fueran pétalos de luz solar.
Todo brillaba con los colores eléctricos del rayo.
Me presenté.
Le traía como regalo unos hinchados y lujosos higos que había
comprado en el mercado local. Sonrió, …
- "Ni siquiera en Creta hubiera podido Teseo encontrar unos higos
semejantes. ¿Y qué quieres a cambio de estos frutos?
"
- "Sólo dos cosas, por favor, que me hable de algún
momento importante en su vida y que me lea el poema que Vd. quiera
en latín".
- "Oh… Mi vida... Mi vida no merece la pena. Seguramente ya la
he gastado. Mi vida es indignación. No he sido un soldado valiente.
Mi vida es enjuta. Está llena de páginas rotas y de
aceite derramado, de herrumbre y de traiciones. Ahora soy ya muy viejo,
pero, tal vez, algún día la matriz de mi alma se hinche
de los pies a la cabeza en una gestación de siglos comprimidos
y alumbre algo elemental y asombroso que pueda cantar erguido bajo
el cielo azul del mediodía. Porque hasta ahora nada ha merecido
la pena. Todo ha sido soñar, y soñar, y soñar,
... La verdad, mi vida no es una historia sino un amontonamiento de
lágrimas".
- "Pues cuénteme alguna de sus lágrimas. He cruzado
los mares, dije, imitando un poco al gran Odiseo, y he llegado hasta
aquí para gustar el rastro de sus días y de sus noches".
Y el poeta guardó silencio. No hubo vino, ni bebidas con que
refrescarnos, ni siquiera me senté. Allí mismo, de pie,
con urgencia, me contó una ronca y opaca historia, que yo ahora
te cuento a ti.
Eran los años de la Primera Guerra Mundial. Entre los soldados
movilizados, dos jóvenes amigos desembarcan en Francia integrados
en la Fuerza Expedicionaria Británica.
Uno era Robert Graves, el otro Brian Wills.
Ambos fueron llevados rápidamente al frente, cerca de la frontera
con Bélgica. Al ruido del viento en la campiña inglesa,
suceden las explosiones y el hipo de los moribundos.
Los dos jóvenes, junto a algunos más, reciben una orden:
han de sostener una posición defensiva cerca de las líneas
alemanas.
¡Cómo gravitaba la muerte sobre los negros campos vacíos!
Sobre aquella tierra martirizada bien pronto dejan de florecer los
vegetales y el polen oloroso y sagrado.
Millones de proyectiles artilleros desmenuzan las tierras vivientes
de arcilla.
Y en el silencio de la noche, el temor a la emboscada, al asalto,
a morir sucio y anónimo, adormecido por fin junto al fusil
y a las balas mortíferas...
Los dos soldados contemplan ausentes las llamaradas de un nuevo Génesis:
la tierra enfrentándose al viento y al fuego, el agua y el
vapor cargados de un rocío de sangre que asciende al cielo
para precipitarse una y mil veces sobre los suelos minados, taladrados
y removidos por alguna monstruosa, y repugnante, larva necrófaga...
Por fin, llega la madrugada del ataque.
Todos galopan, lunáticos, salvaje, inconteniblemente. El soldado
Robert Graves también: corre con los ojos cerrados. Pisa cadáveres.
El vaho de la sangre caliente le marea, le ciega, pero aun así
sigue hacia delante. De súbito, como impelido por un viento
magnético, musculoso y colosal, el ejército alemán,
enloquecido, se pone en pie y corre al encuentro de los atacantes.
La acometida es espantosa. Como una ola cuando rompe contra los acantilados
levantando montañas de espuma y chispas de piedra, así
es el choque de los dos rivales.
Los ejércitos se matan bárbaramente a bayonetazos. Cae
Robert Graves a los pies de un soldado enemigo. Levanta el alemán
el cuchillo asesino. El cuchillo metálico y rígido…
Pero no, … el amigo está presente y se lanza a defender al
caído. Llega alto y firme, y golpea al enemigo en la espalda
con la culata de su fusil. Se vuelve lleno de ira el alemán
y gira, mecánico, el arma hacia él. ¿Qué
hace el amigo?, ¿qué hace el compañero?, ¿por
qué no dispara?
Ha tirado sus armas al suelo y, mirándole fijamente, estira
el brazo derecho en toda su longitud con la palma, muy abierta, hacia
él. El tiempo se congela, sólido, en el espíritu.
La bayoneta y el rencor se paralizan.
El alemán, cogido aún en su mano el funesto hierro,
está preso en la fascinación de aquel gesto protector.
Pasaron algunos segundos.
El alemán huyó, rápido y avergonzado.
Robert Graves se levantó del suelo, y hablando como Píndaro
le dijo a su amigo: " Tuya es la Vida, antigua y generosa. En
esta mano tienes la Joya, el mar y las estrellas. Tú eres el
amigo de Apolo el Delfín, tú saludaste a la clara Tritogenia
cuando vino al mundo. Tú tienes la Vida", le dijo.
Acabó la guerra. La Gran Guerra.
Los dos amigos fueron licenciados, y volvieron a la verde Inglaterra.
Pasó el tiempo... Bastante tiempo ...
Un día avisan al poeta de que su amigo, su compañero,
está gravemente enfermo. "Cáncer", le dijeron.
¿Qué pasó por la mente del poeta cuando pudo
erguirse, una vez recibido el golpe de la noticia? " Yo me sacrificaré,
cargaré con tu mal y te redimiré ".
Robert Graves comienza, inmediatamente, a hacer los preparativos para
acudir junto al lecho del doliente.
- "Iré a verte. Yo te sostendré. Yo te sanaré.
Mientras yo esté andando, tú no morirás",
le decía mentalmente al amigo con toda la devoción de
la que era capaz. Y proyectaba el pensamiento hacia él, igual
que en el campo de batalla Brian Wills había hecho deteniendo
al alemán.
Y partió, a pie, con un diminuto equipaje, lo que le cabía
en una manta enrollada y sujeta con cuerdas.
Caminó y caminó, pensando en el amigo del alma, de día
y de noche, por los campos de amapolas. En su alucinación,
solo acertaba a recitar los poemas de Catulo: "da mi basia mille,
deinde centum, dein mille altera, dein secunda centum".
Y después venían a atormentarle todos los fusileros
del regimiento Welch, que murieron sin dejar semilla.
Las corazonadas de cuando era joven, la soledad de un libro en un
jardín, los primeros poemas en el cajón de un escritorio,
una música de baile crucificada obsesivamente en su memoria
-"¿Me oyes amigo que yaces allá lejos?, ¿me
oyes?".
Y volvían y volvían como en un péndulo monótono
y suicidario, toda una genealogía de recuerdos apagados: los
sombríos egoísmos, el cepo de la fama, el deshabitado
manto de la noche que escondía sus arrugadas monedas de plata,
...
"¿Adónde voy?; ¿qué viaje es éste
que me está derruyendo? ¿Duermo, sueño? ¿Quién
me persigue? ¿Por qué todos los recuerdos de mi experiencia
se levantan desde el horizonte de mi vida para envestirme huracanados?”,
se preguntaba una y otra vez el poeta.
Así, lentamente, empezó huir y, por fin, abrió
su corazón al soplo del cansancio, al frío y a la desmoralización.
-"¿Tiene sentido esto que estoy haciendo?, "¿para
qué este sacrificio?", "¿o es que no nos tiene
que llegar la muerte a todos?", "ya no tengo edad para hacer
estas cosas".
Además, empezaba a echar de menos las comodidades que le rodeaban
en su casa de campo. Las pulgas de los establos donde había
dormido le recorrían el cuerpo. Y, bajo las costras de sus
picaduras, sus carnes hedían. Ya no se acordaba de la época
heroica cuando se batían con el dios de la muerte, que les
disparaba flechas desde el monte Pelión…
Finalmente, irritado por haberse impuesto tal sacrificio, molesto
con Brian Wills por enfermar, paró en una posada.
Esa noche fue al pueblo, compró libros, bebió cerveza
y aun se insinuó a la posadera. Cuando al día siguiente
telefoneó para decir que llegaría en tren, le dijeron
que no hacía falta que se acercase.
Había muerto.
Murió el mismo día, el mismo momento en el que Robert
Graves dejó de caminar. El poeta se quedó helado. La
enfermedad venció al amigo, pero a él, le había
vencido la vida común. Se sujetó el corazón en
el pecho. Le había vencido la vida común...
- "Ya ves, me dijo el escritor, sigo convencido que de haber
llegado junto él habría sanado, lo sé bien. Yo
dejé morir a mi amigo. Pero su muerte cambió mi forma
de ser. Ahora ya no soy el de antes”.
Y levantando los ojos cerrados al sol, continuó:
-“Ahora ya sabes de qué hablaba al principio”.
Guardó silencio el poeta…
Pero, de golpe, volvió a hablar. Los ojos puestos en las inconstantes
nubes, recitaba. Tal y como yo le había pedido.
Se trataba de ese poema de Tristia que se ha dado en llamar "Última
noche en Roma",
"Cum subit illius tristissima noctis imago...". Es decir,
" cuando se me aparece la imagen de aquella tristísima
noche” …, y continúa el poema diciendo, “aquella noche fatídica
en la que dejé tantas cosas queridas en Roma: aún hoy
siguen derramando mis ojos algunas lágrimas ".
Ahora, cuando cierro los ojos, y recuerdo mi juventud, suena en mi
corazón el permanente vaivén del mar eterno en las islas
Baleares. El mar, atómico y molecular, masculino y femenino.
Su clamor silencioso llega, con una lejanía continua y obstinada,
hasta aquella azulada casa donde vivía un hombre azulado.
¡
Yo también miraré al mar hasta que mis ojos exploten
!
Juan
Ramón González Ortiz