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La eucaristía a la luz de la Teosofía (II)
Juan Ramón González Ortiz

Por fin hemos llegado a la consagración.


El pan y el vino, que inicialmente funcionaron como un mero símbolo de las ofrendas, tanto físicas como espirituales, del pueblo, van a transformarse en verdaderos canales de la energía crística, en verdaderos vehículos del Poder y de la Vida del mismísimo Cristo.


En primer lugar, el sacerdote rompe el lazo que ata al pan y al vino a la vida material, desmagnetizándolos del contacto con las fuerzas de la materia y de la vida común. La señal de la cruz sobre las ofrendas rompe el lazo, como decíamos antes, y además bendice esos elementos para hacerlos adecuados al destino que les aguarda.


Este es el primer paso para preparar el canal por donde va a fluir a raudales la energía divina.


La cantidad de energía atraída durante la ceremonia depende de la propia calidad del sacerdote¸ del número y devoción de los fieles, del género de música y de las necesidades propias de esa determinada misa. Si, por ejemplo, en la celebración hubiese alguien muy necesitado de la ayuda divina parte de esa energía irá hacia esa persona. Pero que nadie piense que ese auxilio significa merma para los demás, pues la efusión de energía crística en enorme, inconmensurable. Recuerde el lector la ilustración con la que acabábamos nuestro primer artículo sobre este mismo tema en el que se ofrecía un dibujo, a escala, más o menos, del edificio de una iglesia cualquiera comparada con el edificio trascendental de luz y de energía generado durante el proceso de la misa, y eso que ese gigantesco templo espiritual había surgido antes la consagración.


Los ángeles presentes, con el Ángel de la eucaristía a la cabeza, escuchan atentísimamente la lista de personas y entidades a las que se busca beneficiar con la energía divina de la misa. A medida que se nombran personas, entidades u objetos, el Ángel indica con su cetro a un ángel o a un grupo de ángeles que asistan a aquella persona, u objeto, mencionados, para que cumplan con el encargo.


¿Y qué sucede cuando se trata de instituciones, o de series de personas, del tipo de “La Iglesia Católica”, “los desesperados”, o “los que duermen el sueño de la muerte”, etc.?


En el caso de las instituciones, hay que decir que cada institución tiene su ángel responsable, que es el que recibe la energía que le está destinada y el cual la entrega, a su vez, a un grupo de ángeles subalternos para que la repartan. Cuando pedimos por la “Iglesia”, evidentemente, gran parte de esa poderosa energía va directamente al Papa, como cabeza visible, y Sumo Pontífice. El Papa es en sí mismo una gran fuente de energía y continuamente, oleada tras oleada, es aprovisionado de energía celestial.

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Cuando se trata de “los desesperados”, “los difuntos”, etc., los ángeles se dirigen a auxiliar a atribulados y afligidos que estén en las cercanías. Y lo mismo pasa con los difuntos.


Hay muchas clases de ángeles, algunos parten llenos de brillo y de refulgencia llevando en sí la fuerza de la devoción, como celestiales abejas repletas de divino néctar, otros esperan, otros meditan, y también los hay que, simplemente, asisten y aprenden cómo hacer a la perfección su labor porque su etapa de desarrollo no les permite trabajar en esta misiones.


Pero todos se deleitan en la energía generada por la presencia de la Sagrada Forma y todos se aprovechan de ese vivo chorrear de Dios.
Puede suceder que un cierto grupo de ángeles se adscriba a un determinado altar o a una determinada capilla o a un determinado templo, entonces esos ángeles asisten siempre a ese servicio eucarístico.


Hay que recordar que los ángeles también portan la energía del amor, del socorro, del valor y de la fortaleza incluso a una persona que ya esté difunta. Los ángeles la localizan sin ningún problema y derraman su energía en esa mente y en ese corazón.
Los ángeles siempre saben cumplir su cometido a la perfección y entregan su preciosa energía espiritual a quien le corresponde.


La liturgia de la Consagración es intencionadamente bella y poética y esto es así para despertar todas las potencias latentes en la mente, en la sensibilidad y en el alma de los fieles.


Entre los valores simbólicos de la Consagración, representada por el descenso de la divinidad al seno de la Materia, no solo está contenido su sacrificio en el Monte Calvario, sino también la encarnación de Cristo como supremo Instructor del Mundo, el cual descendió para auxiliar y enseñar a toda la raza humana. Este fue su primer descenso. La verdad es que en la vida de Cristo todo es sacrificio, y todo estos continuos sacrificios caben en ese sencillo gesto de la Consagración.


La propia obra de la Creación también fue un descenso heroico, pues fue su Vida, o parte de ella, la que bajó para empapar al reino de la Materia. “Sin Él nada de lo que existe fue hecho”. Las numerosas Vírgenes negras que existen en muchos templos marianos (la Virgen de Atocha, por ejemplo, o la Virgen de Loreto, o la virgen polaca de Czestochowa) expresan el estado original de estupor, sueño, y espera, en el que yacía al Materia antes de ser fecundada por la divinidad.


El Hijo, el Segundo Logos, está presente en todas las misas que se celebran a lo largo y ancho del planeta, que seguro que son miles y miles de ellas. Nos preguntamos, extrañados, cómo es posible que el Señor atienda todas y cada una de ellas. La verdad, es que no tenemos ni idea de lo que es la conciencia crística, que los orientalistas llaman, también, conciencia búdica. El Hijo está en todos los corazones y, si quisiéramos, podríamos escucharlo hablándonos directamente dentro de nuestro corazón. El Hijo conoce el nombre y el apellido de cada habitante de este planeta, y está unido indestructiblemente a Él para siempre, entre otras cosas porque en su misión histórica aceptó cargar con las culpas de cada ser humano del pasado, del presente y del futuro. Menudo fardo, ¿verdad?


Inmediatamente después de pronunciada la evocación al Señor de que reciba las ofrendas, el celebrante prepara el canal para la recepción de la energía divina. La efusión de la divina energía crística es por completo obra de Cristo, a través del Ángel de la Presencia, pero la preparación la realiza el sacerdote.


El Ángel de la Presencia es un ángel mundial, de categoría superior al Ángel de la eucaristía, y está relacionado con la totalidad de la raza humana y su devenir histórico.


El oficiante ya ha purificado y santificado todos los elementos, los ha apartado del ruido, del vocerío, y de la mancha del pecado, y se dispone ahora a colocar una línea de enlace con nuestro Maestro, una especie de “tubo” para que el mismísimo Cristo, a través del Ángel de la Presencia, envíe su Luz. Parar ello, el sacerdote, ha de emplear las fuerzas de su propia Alma, impeliendo su mente al más alto nivel que le sea posible. El Ángel de la eucaristía completará su esfuerzo. Si el sacerdote flaquea o desconoce su trabajo, es sobre el Ángel sobre quien recae el trabajo de construir ese “tubo” compuesto de sutilísima luz mental pura y espiritual. Un sacerdote así, no coopera como debiera con esta gloriosa obra y además obliga al Ángel a emplear su propia energía espiritual, con lo cual ya no tiene energía suficiente para distribuir a los fieles.


Entonces el sacerdote toma la Santa Forma para consagrarla, y repite exactamente las mismas palabras que dijo Cristo en el tabernáculo cuando instituyó la Eucaristía.


Al bendecir el pan, el sacerdote completa su esfuerzo impeliendo el “tubo” desde las fronteras del mundo de la materia, donde estamos anclados, hasta el mundo de la Unidad, allí donde no hay separación y donde Tres son Uno.


El esfuerzo del sacerdote por impeler el “tubo” ha de ser vehemente y su voluntad ha de trabajar con mucha intensidad.

 


El Ángel de la Presencia aparece en el momento en el que el celebrante hace el signo de la cruz sobre la Forma, justo antes de decir “Este es mi cuerpo”.
Este es el punto culminante de toda la ceremonia.

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El Ángel de la Presencia, una vez que el tubo ya ha sido formado, establece una especie de alambre interior, luminoso y brillante, que parte del pan y que llega hasta lo alto, uniendo los dos mundos a la espera de la efusión de la divina Luz.
De repente, la Vida divina, fulgurante, se vuelca por ese tubo de materia mental y espiritual y se efectúa el prodigio de la transubstanciación. Es decir, la Vida y la Personalidad de Cristo se incorporan al pan.


Es la Hipóstasis, la Sagrada Hipóstasis, dos naturalezas que conviven una sobre la otra, siendo la que no se ve la sustancia fundamental y que prima sobre la que se ve pues es la que la sostiene y soporta. Los accidentes son los propios del pan y del vino, pero su sustancia es la Vida Crística.
En el instante de la Consagración, con la velocidad de un relámpago, aparece una línea, más brillante y poderosa que el fuego solar, y que fluye hasta el pan desde el mismísimo Cristo. Es una verdadera epifanía.


La Iglesia no está en ningún error cuando considera que el pan y el vino son el vehículo de la verdadera naturaleza de Cristo porque, efectivamente, así es.
Cuando el sacerdote levanta la Forma y se consuma la unión del pan con el cuerpo de Cristo, esta Forma brilla como la corona de un sol, con un centro luminoso de una absoluta y cegadora blancura. En torno a las llamas exteriores de la fulgente corona acuden cientos de ángeles, tal y como pintaban los artistas de antes, irradiando luz en todas direcciones e incluso atravesando las paredes de la iglesia como si estas no existiesen y alcanzando amplias zonas de los alrededores. Estas vibraciones espirituales llegan a los transeúntes y a los paseantes que, por un momento, sienten una potente paz espiritual, que seguramente relacionarán con el silencio, o con la brisa estival, o con la visión de las lejanas colinas.


Esta energía es un estímulo espiritual increíble. Pero el efecto producido en los fieles es proporcional al grado de desarrollo espiritual de cada uno de ellos.


Dado que la mayoría de nosotros estamos como dormidos, si no muertos, en lo que respecta al Alma, el principal efecto se produce en los planos del Alma sin que sus beneficios puedan llegar más abajo, al plano de los afectos, al plano de la personalidad y de la vida material.


No hay en la Tierra espectáculo parecido a este océano de luz cegadora o de tintineante polvo de oro ardiente que refulge como una ígnea neblina en torno de la Sagrada Forma, mientras los ángeles alborozados y extasiados se sumergen en ese mar de bendiciones.
Dondequiera que esté la Forma, ya sea sobre el altar, o reservada en el sagrario, podemos estar seguros de que alrededor de ella hay miríadas de ángeles.


La Santa Forma representa a Dios Padre, el Primer Logos. El Vino representa a Dios Hijo, Segundo Logos, cuya vida se derrama dentro de cáliz de la materia. Finalmente, el Agua, representa a Dios como Espíritu Santo, el Hacedor de todas las formas, el Espíritu que planeó sobre la flor de las aguas, tal y como nos recuerda el Génesis en sus primeros versículos.


El Vino, íntimamente unido al Agua, representa la dual manifestación de Cristo en la materia, positiva y negativa.

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En el momento de comulgar, muchos clarividentes y santos, nos cuentan que las personas que toman la eucaristía resplandecen atravesados por mil flechas de luz blanca, que iluminan sus corazones como si fueran llamas de muchos soles. La luz que brota de sus cuerpos atraviesa, incluso, sus espaldas y los rodea por completo. Sin embargo, casi inmediatamente, esta luz que brilla más que mil soles, apenas recibida, empieza a empañarse, de tal manera que comienza a perder luz y a enfriarse, y, finamente, cuando el fiel sale de la iglesia, en la puerta, esta luz colosal es tan solo ya un punto luminoso en el corazón, algo así como la lucecita de una luciérnaga.
Acabada la Eucaristía, muy poco queda ya por hacer. La misa rápidamente concluye, tras la emotiva bendición y la despedida del sacerdote.
Cada uno, con su tesoro a cuestas, vuelve a sus ocupaciones y a la vida ordinaria.


He intentado ofrecer una brevísima introducción a lo que es el misterio de la Eucaristía. Muchas objeciones ponen los incultos a una ceremonia tan impresionante y tan delicada, a la que juzgan un disparate “retrógado” y sin sentido. Todos sabemos que España es la capital mundial del anticlericalismo y de la anarquía. Sin embrago, si no fuera por las miles de misas que diariamente se celebran en el mundo, este planeta ya habría reventado en una infernal vorágine de muerte, matanzas y cólera ciega.

La eucaristía significa el descenso del Segundo Aspecto de la divinidad al seno de la materia. Verdaderamente, es como si Cristo volviera a encarnar y así se perpetúa su sacrificio, día tras día, comunicándonos su energía especial que es la energía del Amor, pero no del amor pobre y sensual que experimentamos nosotros, sino el incomprensible y arrebatador Amor Crístico, el amor que incluso abarca a los enemigos. Porque como nos dijo San Juan, “Dios es amor“. Y como también nos dijo Cristo cuando se despedía, “Ya no os llamaré siervos sino amigos” …

 


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