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marco aurelio, revista nivel 2

Marco Aurelio, el rey filósofo


Juan Ramón González Ortiz

 


Desde que Platón enunciara su teoría de los “filósofos- reyes”, nadie que se dijera filósofo había ocupado nunca tan alta magistratura. Nadie. Hasta que llegó Marco Aurelio. Marco Aurelio fue el primero y, tal vez el último de estos especímenes.

 


El propio César, fue todo lo que se quiera: un extraordinario regente, un rayo de la guerra, un atrevidísimo reformador, … todo eso y más, si se quiere, pero desde luego no fue ningún “filósofo”. Lo mismo podríamos decir de César Octa-viano e incluso de Trajano.


Los estoicos, que habían estado muy cercanos al poder, suspiraban, y seguro que alguno de ellos hasta rezaba, para que viniera la mundo un emperador filósofo. Pues bien, quiso el destino satisfacerlos y, así, un 26 de abril del año 121, d.C. nacía el pequeño Marco Aurelio.


Siendo niño, el emperador Adriano se quedó impactado por las cualidades de este chico, sobre todo por su sinceridad. Sabiendo que el padre de Marco Aurelio se llamaba Vero, Adriano apodó al niño “Verissimus”, que quiere decir “el más verdadero”.


Parece ser que fue cazando ambos un jabalí cuando Adriano, que no tenía heredero, supo claramente que ese jovencito algún día debía regir los destinos de Roma. Y así fue, cuando Marco Aurelio contaba diecisiete años, el emperador le propuso al veterano y experimentado Antonino Pío que apadrinara a Marco. Sin embargo, a pesar de todos los honores, a pesar de tener tantos maestros reputados y a pesar de una carrera política que ya se empezaba a dibujar como muy prometedora, el joven marco Aurelio, seguía con sus estudios, indiferente al lujo y a la innegable certeza de que algún día sería la cabeza visible todo el imperio.

 


A la muerte de Adriano, llegó el momento de Antonino Pío como era de es-perar, que fue elegido emperador. Entonces Marco Aurelio hubo de abandonar su casa paterna para trasladarse al palacio, con vistas a su educación para el cargo que le estaba reservado. Como alguien le preguntara que por qué se mudaba de ca-sa con tan poca ilusión y sin ninguna alegría, el joven Marco le respondió que, para él, ser futuro emperador no significaba nada, y continuación fue detallando uno a uno los nombres de todos los emperado-res anteriores y de los muchos vicios que padecieron y mostraron. Y concluyó re-flexionando que cómo es posible que la gente se preciase de ser emperadores de los demás cuando no lo pueden ser ni de sí mismos.
A los diecinueve años fue nombrado cónsul, la magistratura política más alta.


Por fin, a los cuarenta años, fue nom-brado emperador.
Marco Aurelio ya conocía la maldad, la astucia, la crueldad y la hipocresía que surge en torno al poder, “sobre todo por parte de las personas de buena cuna”.


Por aquel entonces, ya emperador, Marco Aurelio, escribió en su diario, el mismo que ahora titulan los editores “Meditaciones”, pero que Marco tituló simplemente “Τὰ εἰς ἑαυτόν“, o sea, ”pa-ra sí mismo”, “Esfuérzate por ser el mismo hombre que la filosofía quiso que tú fueras”.
Sabemos de los muchísimos males fí-sicos que nuestro emperador sufrió a lo largo de toda su vida. Gracias a eso tuvo una amistad fuerte y duradera con su médico personal, el excepcional Claudio Galeno, con quien siempre hablaba en griego. Galeno fue otro súper hombre, con el que la medicina dio una zancada de gigante y, además, fue el gran amigo de Marco Aurelio. Galeno caía muy mal en la corte, pues también llevaba la típica barbita de los filósofos y para empeorarlo todo hablaba muy mal el latín. Como también le pasaba al emperador, a Galeno no le gustaban los espectáculos de gladiadores, ni las venationes, ni el circo, ni acudía al ludus matutinus como todos los desocupados de Roma, ni nada por el es-tilo. Un día, cerca del Foro Boario, lo reconocieron unos ciudadanos y, a viva fuerza, lo llevaron hasta el anfiteatro donde lo obligaron a presenciar un sangriento combate de gladiadores mientras se reían de él, llamándolo blando y afeminado.

 


Dentro del destino doloroso de Marco Aurelio entran las muertes de ocho de sus hijos, todos en diversas etapas de sus vidas. Curiosamente, uno de los que sobre-vivió fue, seguramente, su hijo más innoble, Commodo, un verdadero monstruo. El historiador Gibbon le echa toda la culpa de la agónica e interminable deca-dencia de Roma a Marco Aurelio, precisamente por haber hecho a su hijo Commodo heredero suyo sabiendo cómo era este, pues su naturaleza era la vagancia, la brutalidad, la violencia, el lujo y el gasto más irracional. De hecho, le cambió a Roma su sacrosanto nombre sustitu-yéndolo por el de Colonia Commodiana.
Marco Aurelio tuvo que hacer frente también a una terrible pandemia. Se trata de la gran epidemia que comenzó en 164/165 d. C. y que bien pudo ser viruela hemorrágica. Claudio Galeno describió los síntomas en su magna Opera Omnia. La epidemia arrasó todo el Imperio ro-mano. Causó una gran morbididad y una alta mortalidad y se considera una de las principales razones de la caída y destruc-ción del Imperio romano.
Esta epidemia pudo durar veintitrés años, muy por encima de los quince años postulados por el propio Galeno. Hoy en día se estima que la peste pudo causar de diez a dieciocho millones de muertos.
Existe un general consenso respecto a que Marco Aurelio padeció esta infección, y que murió a consecuencia de ella el 17 de marzo de 180 d. C. en Vindobona, cerca de la actual Viena Marco Aurelio reflexiona numerosas veces sobre su papel de gobernante y dice que, aunque él no lo ha elegido, ha de re-presentarlo de la manera más digna posi-ble, pero teniendo presente en todo mo-mento que esa no es su naturaleza sino tan solo un accidente del destino.

 


La primera decisión de Marco Aurelio, una vez que accede a la púrpura imperial es increíble: sabiendo que tenía un hermano adoptivo, Lucio Vero, adoptado por Adriano, y pudiendo desprenderse de él, o, incluso, asesinarlo, pues no puede haber dos soles en el mismo cielo, lo nombra coemperador.

 


Esta decisión es tan asombrosa cuanto que nadie jamás quiere compartir el poder con ninguna otra persona. Es una decisión parecida a la que tomó Cincinato cuando los senadores fueron a buscarlo, tras renunciar al poder, para que continuara como dictador y se lo encontraron labrando sus yugadas, o a la que tomó de George Washington cuando, en la cima de su poder, fama y popularidad dimitió de todos su cargos para retirarse a su finca de Monte Vernon.

 


Cuando la terrible y mortífera peste estuvo a punto de destruir la economía de Roma y las guerras se sucedían año tras año, estando ya agotado el tesoro de Roma, y puesto que Marco Aurelio no quería subir los impuestos o endeudar al imperio (todo lo contario de lo que hacen nuestros políticos), puso en pública subasta todas las obras de arte, los objetos de lujo y los adornos preciosos propiedad del Estado romano.

 


Una vez tras vencer a unas tribus bárbaras, gran parte de estos que tenían posesiones imperiales, renunciaron a ellas y las devolvieron al Estado imperial, y Marco Aurelio ordenó que se les indemnizase, pues ellos eran los propietarios legítimos por derecho de compra.

 


El propio Marco Aurelio descubrió al Senado que, por si todavía los senadores no se habían enterado, el mismísimo emperador no poseían nada, pues todo era patrimonio imperial “incluso la casa en la que vivimos mi familia y yo es vuestra”.

 


Casi al final de su vida, Avidio Casio, uno de los militares más cercanos y desde luego en el que mayor confianza tenía depositada, se rebeló contra él intentando derrocarlo. Vencido Avidio, por fin, el emperador hizo saber que lo perdonaría porque él contaba con el amigo y no con el hombre que lo había traicionado. Además, suponía que perdonando extinguía el fantasma de una posible guerra civil, pues entre los ganadores ya había quien reclamaba un baño de sangre. Sin embargo, como pasó con César y Pom-peyo, alguien, deseando atraerse los favores del vencedor, asesinó a Avidio. Marco Aurelio se apenó tanto cuando lo supo, que ni siquiera quiso contemplar el cadáver herido y despedazado. Mandó que lo enterraran de inmediato para ocultarlo a las voraces e impúdicas miradas de la muchedumbre.

 


Esta forma de conducirse fue admirada por toda la gente culta y espiritual de Imperio. De esta manera, demostró que no solo conocía las palabras de los filósofos, sino que esas palabras habían pene-trado en él y habían abrillantado su corazón, dándole un alma siempre pura e in-tachable, incluso cuando sonaba la hora de la venganza y en medio de la victoria cuando el engreimiento supera a todos los demás sentimientos humanos.

 


A pesar de querer ser un estoico, Marco Aurelio siempre fue natural y nunca quiso adoptar la siniestra máscara del fi-lósofo que se cree por encima de todos los mortales que le rodean, así, por ejem-plo, el emperador lloró desconsolada-mente cuando supo que su tutor principal había muerto. También lloró cuando, pre-sidiendo un juicio, un abogado en un discurso hizo una breve referencia a todas las persona que habían muerto de manera solitaria, anónima y desconocida durante la pandemia (igual que ahora, vamos).
Un día escribió en su diario: “Ni la filosofía ni los asuntos de Imperio han de quitar a un ser humano sus sentimientos naturales”. Él era consciente de que muchos, muchísimos filósofos estaban resecos y muertos por dentro a base de tanto control de las emociones, y a base de tanta autovigilancia. Él nunca perdió la naturalidad y la espontaneidad. Y siempre quiso mantenerse fresco, flexible y verde.
Sin embargo, en el ambiente en que él vivía, los crímenes, las conjuras, los golpes de estado, las sublevaciones, y los en-venenamientos estaban a la orden del día. Por eso sabemos que, forzosamente, Marco Aurelio, perdió los nervios una y
mil veces seguidas, y que la conquista de la imperturbabilidad de ánimo, la sofrosine (σωφροσύνη), no era para él una virtud adquirida y permanente, sino que más bien era una obra en marcha, que había que cultivar día a día.

 

Por ejemplo, en su escrito, Marco Aurelio no oculta que desearía ver desaparecer a ciertos rivales suyos… Marco Aurelio no propone un método, irreal, e ideal, para cambiar de golpe, de súbito, sino más bien nos pro-pone una manera de domesticar a la fiera que llevamos dentro y de hacerla menos fiera. “Empieza pensando como te di-go, y al final encontrarás una manera de dejar de desear a otras mujeres que no sean la tuya. Igualmente, si haces lo que digo, no encontrarás la forma de salvar a tu pequeño hijo, pero sí encontrarás la manera de perder ese miedo”.

 


Aunque el texto citado reviste el aspecto de un hipotético diálogo con el lec-tor, no se trata de un libro escrito para lector alguno, como ya dijimos, sino que es una obra concebida como un diario ín-timo.
El propio Marco Aurelio relata que la clave de su transformación radica en Epicteto y en Séneca, concretamente en su insistencia en que al caer la noche repasemos mentalmente todo el día juzgando una por una nuestras acciones como si fuéramos jueces de una vida ajena. Un ejercicio muy simple, que los curas de antaño también nos recomendaban a los pupilos que asistíamos a sus colegios. Pe-ro ya no se puede aconsejar esto a ningún chico. Tal vez te acusen de torturador de la juventud si tal haces, querido lector.

 


La obra de Marco Aurelio es tan personal que muchas veces se nos escapan los contextos de sus pensamientos. Por ejemplo, cuando habla de un incidente con un aduanero en Tusculum. El autor no nos explica qué paso ni a qué se refiere. Y esto es así porque Marco Aurelio escribía para sí mismo, y para nadie más.


La obra se inicia, curiosamente, con una larga serie de agradecimientos, a su tutor, a su abuelo, a su padre, a los dioses, … Incluso le agradece a Quinto Junio Rústico que no le enseñase a filosofar de forma insincera sobre problemas abstractos o a escribir la consabida alabanza de la vida sencilla y campesina que estaba tan de moda entre la gente bien romana…
“No merezco causarme aflicción, porque nunca afligí a otro ser hu-mano, al menos voluntariamente ”.


“Uno se alegra de una manera, y otro de otra. En cuanto a mí, si tengo sano mi guía interior, me alegro de no re-chazar a ningún hombre ni nada de lo que a los hombres les acontece; antes bien, me precio de mirar todas las cosas con ojos benévolos, aceptando y usando cada cosa de acuerdo con su mérito”.


Nuestro hombre escribe que debemos recordar, cada vez que nos levantamos de la cama por la mañana, “que hemos sido creados con la intención de trabajar por los demás”.


Parece mentira que un gobernante, el máximo hombre de estado, la máxima autoridad, cumbre y cima de uno de los mayores imperios que han existido, parece mentira, repito, oír a un político expresarse de esta manera, ¿verdad? Ahora, querido lector, compáralo, en materia de políticos, con lo que hay por aquí, en la actualidad.
Marco Aurelio sabía que la fama es fugaz, además esta le daba igual pues sa-bía que una vez muerto, ¿cómo gozar de la fama que dejamos atrás entre los seres vivos?

 


“¿Cómo se sirve tu guía interior de ti mismo? Eso es lo más importante de todo. Lo demás, dependa o no de tu libre elección, es cadáver y humo”.


“ Rememora sin cesar a los que se indignaron en exceso por algún motivo, o a los que alcanzaron la plenitud de la fama, de las desgracias, de los odios y de los azares de toda índole. Seguidamente, haz un alto en el camino y pregúntate: «¿Dónde está ahora todo aquello?» Humo, ceniza, le-yenda o ni siquiera leyenda”.


“Las palabras, antaño familiares, son ahora frases vacías. Lo mismo ocurre con los nombres de esas per-sonas que fueron muy celebrados en otros tiempos, pero que ahora son locuciones caducas: Camilo, Cesón, Vo-leso, Leonato; y, poco después, tam-bién Escipión y Catón; luego, también Augusto; después, Adriano y An-tonino. Todo se extingue y poco des-pués se convierte en mítico. Y después cae en el más total de los olvidos. Y me refiero a los que, en cierto modo, alcanzaron un sorprendente re-lieve; porque los demás, desde el momento en el que expiraron, son desconocidos, y nadie los recuerda nunca.

 

Pero, ¿qué es, en suma, el recuerdo sempiterno? Vaciedad total. ¿Qué es, entonces, lo que debe impulsar nuestro afán? Tan sólo eso: un pensamiento justo, unas actividades consagradas al bien común, un lenguaje incapaz de engañar y una disposición para abrazar todo lo que acontece, … “

 


No pretendo hacer pasar a Marco Aurelio por lo que no fue. En esa corte de locos, criminales, tarados y conspiradores rodaron muchas cabezas por orden de emperador. También se ensañó con los cristianos, a pesar de que estaban muy cerca del estoicismo. Por supuesto, fue incapaz de comprender la monstruosidad de la esclavitud, él que era tan igualitario, y combatió a los bárbaros como otro bárbaro, no queriendo llegar con ellos a ningún tipo de acuerdo o pacto. Pero, como ya hemos dicho, su principal error fue nombrar heredero a su hijo Commo-do, a pesar de que él sabía que este era psicológicamente un desequilibrado y un hombre feroz y horriblemente cruel, un sádico puro.

 


Marco Aurelio era un filósofo y un idealista, es cierto, pero conocía muy bien las maneras de comportarse y de actuar de los seres humanos, y albergaba pocas esperanzas sobre la capacidad de cambio de sus amigos y enemigos.

 


Ahora exigimos de todos los grandes seres humanos de antaño que fuesen activistas y reformistas. Y cuando no es así los juzgamos con dureza. Pero eso no era tan sencillo antes. La capacidad de cambio de la sociedad de entonces era limitadísima.

 

Aun así, nuestro emperador, tomó decisiones increíbles, que hoy en día nos maravillan por las críticas y por la in-comprensión a las que hubo de enfrentarse, por ejemplo, convirtió en delito el trato injustificadamente duro a los esclavos. También prohibió que fueran con-denados a la pena capital, pues entendía que ya sufrían una condena aún peor, como era la esclavitud.

 


“¿Qué te amarga el pepino? Sácalo de tu boca y escúpelo. ¿Qué hay zarzas en el camino? Da un rodeo. Eso es todo lo que necesitas saber”.

 


En esta cita está contenida la forma de actuación cuando se presenta un obstáculo en nuestra vida. Escupir el pepino significa actuar con rapidez y de forma expeditiva, lo cual es a veces muy necesario, además obrar así no supone contradecir la templanza o la justicia.


En las dos maneras de actuar, primeramente, hay que aceptar el obstáculo.


Desde luego, cualquier persona que viva sin lujos, humildemente, con mucha austeridad, y siempre juzgándose a sí misma desde el punto de vista de la per-fección interior corre el peligro de rese-carse por dentro y de acabar fanatizada, volviéndose dura, intransigente y rígida en su trato con los demás. Pero esto no le sucedió a nuestro emperador, que siempre veía cosas buenas en los demás, según nos cuenta Dion Casio:


“Cuando una persona hacía algo bueno, lo alababa y lo utilizaba para el servicio que le había encargado previamente. Sin embargo, a sus otras conductas no les hacía mucho caso”.

 


Marco Aurelio opinaba de sí mismo que si a alguien le conviene la filosofía es, curiosamente, a los políticos y aún más a los reyes, porque es preciso que los reyes sean bienhechores y los mejores seres humanos de toda la sociedad, y no hay forma de lograr esto sin la reflexión y la introversión y sin el ejemplo de los mejo-res.
El mismo Dion Casio nos describe que cuando Marco Aurelio regresó victo-rioso a Roma de sus combates en la terri-ble frontera de Danubio, mostraba a las gentes que se agolpaban alborozadas cua-tro dedos de una mano y cuatro de la otra. En total ocho. Porque ocho eran los años que se había pasado como un rey soldado lejos de su palacio, lejos de sus volúmenes de filosofía y de poesía, dur-miendo en un camastro, combatiendo a un enemigo tenaz y resistente, que se agazapaba inmóvil bajo cualquier matorral para resguardarse del viento helado.
Al volver a Roma, no quiso vacaciones en las doradas playas del sur, ni vaguear, … Qué diferente de las ansias de viajeci-tos y del ocio estéril e interminable que ahora exhibe toda la sociedad en cuanto se da término a un trabajo.
Nuestro hombre dejó escrito:
“En ningún lugar se vive con más calma y más tranquilidad que dentro de tu propia Alma. Regálate ese retiro a menudo, y renuévate así”.

 


Estando en el campamento de Vindobona, de nuevo en la frontera de norte, y, encontrándose fatal de salud, supo que esa noche sería la última de su vida, en-tonces entró en su tienda un centurión para solicitar el santo y seña para el cam-bio de los turnos de guardia, y Marco Aurelio le respondió, “Aequalitas”, “Igualdad”, porque sabía que la muerte es el único destino de todo ser humano, por eso se dice que la muerte nos iguala a todos.

 


La verdad, que se comportó como un filósofo hasta su último suspiro de su vida. Seguramente, nuestro emperador se habría imaginado ese su último momento miles y miles de veces. Después de con-solar a los presentes, les dijo: “Si ahora me concedéis permiso para irme, me iré, así podré partir antes que voso-tros”. Cerró los ojos, pero al cabo de unos minutos, los abrió. Y, hablando con-sigo mismo, dijo con voz muy queda, casi como una exhalación: “Aunque tú ya te estás poniendo, vete, vete hacia el sol naciente”.

 


A manera de conclusión, te recuerdo queridísimo lector, si quieres cambiar de vida, lo que te aconseja Diógenes, libertador de hombres y médico de aflicciones:

 


“En primer lugar, te cogería y te quitaría la molicie, encerrándote conmigo en la indigencia. Te pondría una capa corta y después te obligaría a pasar fatigas y penalidades, durmiendo en el suelo, bebiendo agua y comiendo lo que la suerte nos deparase. En segundo lugar, tus bienes los arrojaría al mar. Te desentenderías de las bodas, de tus hijos, de tu patria, y todas esas cosas serían para ti nimiedades. Abandonarías tu casa paterna, vivirías en un hoyo, o en un torreón solitario, o incluso en un tonel. Y tu bolsa estaría llena de libros y altramuces. De esta manera, podrías decir que eres más feliz que un gran rey. Y si alguien te torturase o te azotase, no pensarías que te estuviera ha-ciendo nada doloroso”.

Juan Ramón González Ortiz


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