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Una solución definitiva
Francisco Javier Aguirre

El mundo contemporáneo se enfrenta a tantos problemas que resulta difícil encontrar un remedio único para resolverlos. Sin embargo, existe.

 

Y no está situado en el terreno de la utopía, sino en el de la realidad. Hay que llegar a comprenderlo y asimilarlo para conseguir ponerlo en práctica.


Existen estudios sociológicos, políticos, económicos, psicológicos y antropológicos que analizan los problemas exhaustivamente.

 

Son muchos los libros, ponencias, artículos de fondo y tesis doctorales que intentan aclarar el panorama. Se reúnen congresos sobre tan amplia problemática. Proyectan cierta luz y proponen algunas acciones concretas, pero de eficacia parcial.

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El filósofo y politólogo JeanFrançois Revel, fallecido en 2006, destacó por su independencia moral, su habilidad para percibir cuándo la teoría dejaba de expresar la vida y comenzaba a traicionarla, su coraje para enfrentarse a las modas intelectuales y su defensa de la libertad en todos los terrenos. Sus libros constituyeron un enorme éxito. Sin embargo, Revel se lamentaba de que se aplaudían sus ideas, aunque nadie las ponía en práctica. A pesar de proclamarse ateo y ser un acérrimo defensor del liberalismo democrático, el único sistema que en su opinión funciona adecuadamente, estuvo siempre abierto al diálogo. El testimonio más elocuente es el libro que publicó conjuntamente con su hijo, Matthieu Ricard, un científico que se había convertido en monje budista, titulado El monje y el filósofo. Tanto uno como otro proponen ideas y dan respuestas que nuevamente son desatendidas por quienes gestionan la vida real.

 

Esta situación se extiende a otros casos. Hay analistas dotados de lo que denominamos ‘visión lúcida’ que apenas reciben la atención de pequeños grupos carentes de la fuerza necesaria para aplicar remedios prácticos. Una de las ideas claves que han desarrollado es la necesidad del despertar de la conciencia individual. Cualquier remedio aplicado a los problemas individuales y colectivos podrá solucionar los conflictos de forma pasajera.

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Pero como una enfermedad instalada en lo más profundo de la biología humana, recidivará en cuanto se den las condiciones propicias. Y dichas condiciones aparecen pronto al residir en nuestra propia naturaleza.
¿Qué significa el despertar de la conciencia? El asunto es fácil de entender, pero no de conseguir. Sin embargo, sería un remedio seguro para todos los males que nos acosan. Un individuo que ha despertado y que cultiva día a día ese ‘conocimiento’, se conduce de una manera recta de forma natural. La conciencia no es un represor, pero sí un vigilante atentísimo. No impide hacer el mal, pero inmediatamente sitúa la acción ante la mirada del infractor y la condena sin paliativos.

 

Una persona consciente puede cometer un robo, puede mentir, puede traicionar, puede contravenir cualquiera de los valores del ser humano desarrollado, pero de forma automática recibe el veredicto de su conciencia. Se da entonces la paradoja de que el acusado y el acusador son el mismo.

Si se alcanzara un desarrollo personal y universal de la conciencia, sobrarían las leyes y las normas, salvo las orientativas u organizativas.

 

 

Se impondría la ley natural, un sentido elevado de la justicia, un ejercicio constante de la equidad y del equilibrio; equidad no significa igualdad, sino correspondencia a las capacidades y esfuerzos realizados por una persona o una colectividad.

 

Quienes han ‘despertado’, quienes cultivan y desarrollan su conciencia, adquieren un conocimiento que está más allá de lo que habitualmente se considera como tal.


Son positivos muchos de los saberes que la humanidad ha ido acumulando a lo largo de los siglos, pero en el fondo se trata de datos. Tienen utilidad para la vida diaria, han conseguido beneficios individuales y colectivos, han permitido el avance de la ciencia y la cultura, pero siguen siendo las ramas, no el verdadero tronco del conocimiento humano.

 

La conciencia está en el campo de la filosofía, pero lo trasciende. Podríamos decir que se trata de una metafísica interior.

 

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Cuadro de Herman Hesse, escritor de Siddhartha.

 

Los grandes sistemas ideológicos merodean en torno a la conciencia, pero no la alcanzan de por sí.


¿Es posible conseguir dicha conciencia? Rotundamente sí, aunque resulta laborioso e incómodo desde los patrones del confort contemporáneo. El hedonismo que en los últimos tiempos se ha apoderado de la mentalidad colectiva es un obstáculo importante. Parece existir una correlación entre el bienestar físico que proporciona el avance tecnológico y la ‘ceguera’ que impide una toma de conciencia.

 

No se trata de defender la teoría del buen salvaje, pero es más fácil encontrar gente consciente entre los pobres que entre los ricos. En una humilde publicación que contiene las memorias de un campesino español a comienzos del siglo XX, un hombre de escasa cultura ("me costó mucho aprender a firmar", reconoce), he encontrado la siguiente afirmación referida a su padre: "Su conciencia no le permitía ganar un céntimo a costa de otro".

 

Las cosas son hoy bastante distintas, tanto en el mundo rural como en el urbano, hablando en términos generales.

 


Los caminos que se abren ante una persona consciente no son transitados por la mayoría. Vivir en la conciencia –en este caso puede hablarse también de consciencia– supone modificar los hábitos a que nos ha conducido de manera inconsciente la sociedad de consumo, la fragilidad intelectual y la inconsistencia moral que se ha apoderado de gran parte de los seres humanos. A los poderes fácticos, más allá de las ideologías y del partidismo político, no les interesa el mundo de la conciencia; es más, lo consideran su auténtico enemigo, un elemento capaz de desarticular la estrategia abrasiva que tratan de imponer por todos los medios para someter a los humanos a la condición de esclavos satisfechos.

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Pintura de Hermann Hesse

Vivir en la conciencia no significa perder el gusto por la vida, sino todo lo contrario: encontrar el sentido de la felicidad, disfrutar de los bienes de este mundo, profundizar en ellos y compartirlos. Todo tiene sentido cuando lo ilumina la conciencia; todo acaba perdiéndolo cuando nos dejamos sumergir en la inconsciencia.
Esta pequeña aportación puede concluir señalando diversas vías al alcance de cualquiera para conseguir el despertar de la conciencia.

 

No es preciso retirarse del mundo, ni renunciar al trabajo, ni abandonar a la familia, ni alejarse de las amistades, ni prescindir de las aficiones sanas, ni cambiar de hábitos, siempre que sean saludables.

 

Existen técnicas definidas al alcance de cualquiera. Globalmente pueden situarse dentro de la vía meditativa, que tiene suficientes variantes para acomodarse al gusto y a las posibilidades de cada cual.

 

Hay caminos más arduos, por ejemplo la práctica del zen, y otros menos abruptos, como las diversas escuelas de yoga; es importante que en ellas no predomine el elemento lucrativo.

 

En todo caso, y como conclusión, puede citarse la recomendación evangélica: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”.

FRANCISCO JAVIER AGUIRRE



 

 

 

 

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