EL
VERDADERO RICHARD WAGNER
Juan Ramón González Ortiz

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Kurt Tucholsky, periodista judío nacido en 1890, solía decir:
“Dígame qué tema le interesa y yo le buscaré
la cita adecuada de Nietzsche”.
Lo mismo, exactamente lo mismo, se podría decir de Richard Wagner,
porque la verdad es que existen dos Wagner,
• Uno es el Wagner que corresponde a los que conocen de veras su
obra, y su personalidad,
• y otro es el Wagner que se imaginan los que sólo lo conocen
por su nombre y por su reputación, por referencias, y por los documentales
de Canal de Historia.
La piedra de toque en lo musical para comprobar esto que digo es el conocimiento
y las opiniones de “El anillo del Nibelungo”. Las personas
que no tienen un conocimiento de primera mano de esta obra la encuentran
ruidosa, metálica, vulgar, agotadora, histérica, incomprensible
y, en resumen, insoportable.
Mucha gente dice que Wagner les suena como la música de Ketelbey.
Tras esto, viene la acusación se ser un hipernacionalista germano.
Un perfecto jingoísta, que atizó la hoguera nacionalista
que llevó en derechura a la Segunda Guerra Mundial con todos sus
desastres. En fin, esto es lo de siempre. Hasta las bisnietas de Wagner
han alimentado esta teoría con esos demenciales montajes sombríos
y violentos en los que siempre tienen que aparecer nazis.
Y la tercera cosa que dicen los que creen conocer a Wagner (pero no lo
conocen) es su relación con Nietzsche. Parece que para este grupo
de gente hay algo intrínsecamente malvado en esa relación.
Fue Wagner el que influyó poderosamente en Nietzsche, y no al revés.
Para esta gente, Wagner es la quintaesencia del furor germánico,
la quintaesencia del racismo y el telón de fondo del Holocausto.
Sin embargo, cuando Wagner era joven, el sentimiento nacionalista era
una de las causas que defendía la tendencia progresista, digamos
la izquierda, por toda Europa central y oriental. Los políticos
conservadores eran los que no querían la unificación de
los territorios, ni la desaparición de las instituciones arcaicas,
todas ellas creadas en la Edad Media.
El joven Wagner era también rabiosamente antisemita. Sin embargo,
el antisemitismo entonces no estaba vinculado con los valores del derechismo
más reaccionario ni con los puntos de vista de la derecha, como
llegaría a estarlo en el siglo XX en Europa. Al contrario, el antisemitismo
estaba diseminado por todo el espectro político, y se hacía
notar bien entre las filas de izquierdistas revolucionarios: liberales,
socialistas, comunistas y anarquistas. Recordemos que Carlos Marx, a la
sazón, judío, escribió varias obras tan antisemitas
que Engels tuvo que ponerse muy firme con él en este tema y rogarle
que no hablase con odio ni con desprecio de los judíos. En el siglo
XX la asociación del antisemitismo con la derecha política
también es, en realidad, falsa: los regímenes comunistas
de la Unión Soviética de Stalin y de la posterior la Europa
del Este estaban saturados de odio a los judíos.

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Incluso Kant, el paradigma de la decencia y la honestidad en la vida,
fue abiertamente antisemita. y Karl Marx fue también antisemita
toda su vida y escribió varias obras contra los judíos.
Parece por tanto natural y hasta casi obligatorio que Wagner, un militante
radical y revolucionario, fuese un activo “anti sistema”,
porque el antisemitismo formaba parte de esa programación; y, al
mismo tiempo, lo cual es actualmente muy chocante, era un hipernacionalista.
También había un elemento más: la impugnación
y la áspera crítica hacia lo francés, o hacia cualquier
rasgo de sabor francés. Por eso, todos los ”avanzados”
saludan enfervorizados el desastre de Francia en la Guerra Franco prusiana.
La recuperación de la idea de la patria una tiene como manifestación
principal, la preocupación por purificar el idioma y el arte alemán
de rasgos afrancesados; y en música, acabar con la melodía
de gusto parisino (Rienzi, por ejemplo, es una ópera que sigue
el esquema de la ópera parisina, que no tienen nada que ver con
la ópera francesa).
En Inglaterra también era común esa forma de pensar, y ningún
inglés la consideraba en lo más mínimo ofensiva o
faltona. Por el contrario, el idealismo romántico del imperio que
nutría tales afirmaciones era aceptado por todos y tenía
una especial influencia entre los jóvenes .
Pero Wagner exageró, personalmente, la hostilidad contra los franceses

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Wagner
se sintió particularmente complacido por las derrotas
y humillaciones infligidas por Prusia a los franceses, a pesar de que
Francia cuando pudo zurró de lo lindo a los prusianos y a sus aliados,
por ejemplo en Gravelotte Saint Privat, que fue una victoria alemana conseguida
al límite. La verdad es que así Wagner se resarcía
de las humillaciones que dijo recibir los dos años y medio que
residió en París y que fueron horribles para él y
para su mujer, Mina, Años en los que verdaderamente, los Wagner
padecieron auténtica hambre
Su odio hacia los franceses, en especial a los parisinos, era exactamente
igual a la aversión que sentía por los judíos. En
ambos casos entró en juego el complejo de persecución. En
París, su ruina material fue tanta que su paranoia, componente
fundamental de su personalidad, se agravó muchísimo.
Se veía a sí mismo como alguien a quien los parisinos habían
ultrajado arrastrando por los suelos. Sobre todo culpaba de ello a los
judíos, a los que tenía que recurrir, tanto por préstamos
(hay que decir que Wagner tenía la mala costumbre de no devolver
nunca el dinero prestado), como porque eran los que dirigían la
Ópera.
Para Richard Wagner, ya iba siendo hora de que los alemanes consideraran
que su propia tradición era verdaderamente grande, y que si seguían
sometiéndose a los gustos franceses, lo que hacían era perder
lo propio.
Los maestros cantores no era una glorificación de la grandeza estatal,
administrativa, industrial y militar de la nueva Alemania, aunque en el
Festival de Bayreuth, en el siguiente siglo, alguna vez se escenificara
así; esta ópera es una glorificación del arte alemán,
y por encima de todo, de la música alemana. La dominación
extranjera de la música germánica, Wagner, la vio como una
amenaza mortal, y que odió por esta razón. No era una dominación
política o militar sino básicamente cultural.
Por eso podemos decir que, en un grado importante, el antisemitismo Wagner,
el odio hacia los franceses y el nacionalismo (los tres demonios que se
adjudican a Wagner) brotaban de una fuente común:

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el deseo
de ver una Alemania unida, entregada a sus raíces culturales propias,
una Germania no contaminada ni dominada por influencias culturales extranjeras,
ajenas al alma alemana, que era lo que Wagner, en su papel de Educator
Germaniae, intentaba revelar. A fin de cuentas Bach, Gluck, Telemann,
Haydn, Mozart, Beethoven,… eran germánicos.
Estas iniciativas eran también la esperanza que anhelaba el radicalismo
de los jóvenes alemanes, movimiento al cual se adscribió
Wagner con poco más de veinte años. Nadie en ese tiempo
habría considerado que alguna de las premisas anteriores estaba
en modo alguno reñida con el punto de vista del progresismo social
o con el punto de vista de la izquierda; al contrario.
Brian Magee decía: “A menudo intento comunicarme con los
que opinan que Wagner “era nazi”, y descubro que esta actitud
va de la mano con otra actitud muy extendida entre la gente desprovista
de conocimiento acerca de la realidad de las obras wagnerianas, que consiste
en adoptar un sentido de superioridad personal respecto a éstas.
No sé de otro gran artista a quien le haya ocurrido algo parecido.
Con una frecuencia desconcertante nos topamos con gente que, si acaso
habla de Wagner, lo hace en un tono irónico y con cierta superioridad,
como dando por sentado que para personas como nosotros ese material de
baja calidad no requiere ser tomado en serio; que realmente es bastante
embarazoso cuando se habla de ello como si fuera un arte grandioso, o
una bella música, o algo interesante por sus ideas; y esto es tan
sólo la prueba de que tales personas no saben gran cosa de lo que
están hablando y pueden ser tranquilamente tratadas con condescendencia.
El sentido
de superioridad que adopta aquel que habla así sobre Wagner contribuye
a reforzar claramente su propia autoestima; además de que tales
palabras producen el efecto contrario que pretendía el locutor,
su impropiedad respecto de Wagner, de entre todos los artistas, es grotesca”.
En la época en que, a sus cincuenta años, en la cima de
su reputación, habiendo estrenado Tristán, Los Maestros,
La Valquiria, etc., Wagner entra en una profunda crisis: se trata del
Wagner que ha visto el fracaso de todas las revoluciones liberales, populares
y sociales. Wagner desarrolla una especie de aceptación filosófica
y pesimista de la condición humana que, aunque no fuera religiosa,
era muy cercana, por una parte a Schopenhauer ( que fue indudablemente
la influencia más decisiva a partir de ahora), y por otro lado
al budismo, dentro de lo poco y mal conocido que era en la Europa del
momento.
Lo que sí que es cierto es que Wagner jamás viró
hacia posiciones reaccionarias o regresivas, simplemente se desilusionó.
Y viró hacia la metafísica.
He visto a muchos socialistas e izquierdistas que han seguido el mismo
camino: abandonando gradualmente la confianza en la eficacia de cualquier
tipo de solución política para los problemas de la humanidad.

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Así, Wagner, desarrolló una especie de aceptación
filosófica de la incurable condición humana. Su actitud
global de desilusión hacia la eficacia de la acción política,
le ocasionó un giro metafísico que convirtió su mirada
en una mirada más interiorizada.
En realidad, Wagner se desilusionó muy pronto de la nueva Alemania,
la Alemania de Bismarck. La nueva Alemania resultó vulgar y muy
agresiva, y sus militantes exageraron con estrépito las aspectos
más chillones, en especial el antisemitismo.
Resulta irónico que los dos primeros wagnerianos más repelentes
no hayan sido de origen alemán sino británico: Houston Stewart
Chamberlain, casada con Eva, la hija de Wagner, y Winifred Williams, casada
con Sigfrido, su hijo. Nos preguntamos si tendrá algún significado
que; quizás no fuera más que una coincidencia.
Que dos de los tres hijos de Wagner tuvieran cónyuges británicos
es algo, cuando menos, rarísimo pues Wagner no había tenido
nunca un concepto muy elevado de los británicos, a quienes consideraba
que eran “amablemente estúpidos”.
Así las cosas, cuando murió Sigfrido en 1930, Winifred se
convirtió en la cabeza de la familia. Fue amiga personal de Adolf
Hitler, y fue ella quien le llevó el papel, a la cárcel
de Landsberg, en el cual se redactó Mein Kampf, que Hitler dictaba
a Rudolf Hess, que copiaba. Winifred inició la especial relación
que habría de manchar para siempre a Wagner. No olvidemos que en
Bayreuth se estableció la auténtica corte de Hitler, que
provocaría el punto más bajo de la reputación del
compositor. Este fue el daño más serio que se hizo a la
imagen de Wagner, el factor que más distorsionó a Wagner
y deformó más que cualquier otro.
Un conocido vino a mi casa a visitarme cuando me rompí la pierna.
Le llamaron la atención en la biblioteca los vistosos álbumes
antiguos de las óperas de Wagner dirigidas por Georg Solti. Tras
curiosear mi estantería wagneriana, me dijo mientras admiraba la
sublime portada de Tristán: “Yo creo que deberías
retirar y guardar todas esta porquería”.
La verdad es que todos los argumentos que se le ocurren a la gente para
decir que Wagner “era nazi” son una estupidez total. A Hitler
también le gustaba mucho Fidelio, y a nadie se le ocurrió
jamás decir que esa ópera “es nazi”. Y también
le gustaba muchísimo Tchaikovsky.
Encuentro perfectamente natural que a Hitler le gustasen las óperas
de Wagner, igual que me gustan a mí. Y a muchísimas personas
más, buenas y malas, bondadosas y malvadas,… Decir que es
sospechoso que a Hitler le gustase Wagner es como decir que el Quijote
es sospechoso, pues Adolf también lo leyó. O que Esquilo
es perverso porque Hitler lo leyó.
Con esto del antisemitismo de Wagner ( que, recordemos, es el tercer aspecto
odioso del pensamiento wagneriano junto con el odio a Francia y el ultranacionalismo)
habría mucho de qué hablar.
En primer lugar, Wagner, más que antisemita sería “judeófobo”.
Cuando oímos hablar de antisemitismo, enseguida pensamos en el
exterminio de los judíos burocráticamente programado por
los jerarcas nazis; o en la crueldad extrema en la persecución
contra los judíos, por ejemplo, fusilamientos, tortura, internamientos
en condiciones de miseria, ... Pero este tipo de antisemitismo no existe
hasta las décadas finales del siglo XIX. Wagner se mueve en el
odio al judío como un paroxismo de rabia y frustración.
Socialmente este paroxismo de odio cesaba o, al menos, se aminoraba cuando
el judío se cambiaba de religión. Este es el antisemitismo
“de siempre”, la “judeofobia”, y que solía
tener en casi todos los casos un fuerte desprecio relacionado con sus
actividades bancarias y de préstamo. Este antisemitismo, o más
bien judeofobia, partía del hecho de que “los judíos
crucificaron a Cristo”. Este fue el antisemitismo que se vivió
en la Inglaterra medieval (que fue el primer país en expulsar a
los judíos de su territorio en 1290) o en la España medieval
o en la Francia medieval (que también expulsó a los judíos
antes que España) o en la Francia decimonónica antes del
terrible asunto Dreyfus.
El actual antisemitismo no tiene nada que ver con el hecho de que los
judíos mataran a Cristo. A `partir de 1850, hubo una serie de autores,
el médico inglés Robert Knox fue el primero, que dieron
el definitivo y sombrío giro ontológico al tema del odio
a los judíos, haciendo de él una cosmovisión completa
y esencial para la comprensión de absolutamente todos los fenómenos
históricos así como del devenir de las humanidad. Esta visión
particular del judío, no le permitía escapatoria de ningún
tipo, ni siquiera cambiando de religión. Este nuevo antisemitismo
no tenía nada que ver con la religión, ni con la teología,
Ni siquiera con la raza, entendida como depósito cultural, lingüístico
y genético, sino que esencialmente era una teoría conspirativa.

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Curiosamente, ninguno de esos autores que dieron el vuelco definitivo
hacia la metafísica del tema judío, ninguno era alemán.
Tras Robert Knox, la dulce Francia aportó al conde de Gobineau,
pero de nuevo Inglaterra se puso a la cabeza con Houston Stewart Chamberlain,
casado con Eva, hija de Wagner, gracias a lo cual pudo obtener la nacionalidad
alemana, estableció el racismo y el supremacismo como base de una
cosmovisión filosófico pragmática que todo lo explicaba.
En resumen, y para acabar,
Wagner
es indudablemente antisemita. Sin ninguna duda.
Pero no es el antisemitismo que todos identificamos con el pensamiento
nazi. Porque actualmente todos identificamos antisemitismo con nazismo,
y eso no es así. No puede seguir siendo así.
El antisemitismo de Wagner es de corte antiguo, como pudiera ser, entre
nosotros, españoles, el de Quevedo. O el de Shakespeare, que es
aún mayor, en “El mercader de Venecia”. Esta obra es
bestialmente antisemita, pero este hecho, como siempre, es hábilmente
escondido por los ingleses.
Por favor, no olvidemos que cuando hablamos del antisemitismo que mantuvieron
algunas figuras literarias tenemos que distinguir muy escrupulosamente
que no todos los antisemitismos son iguales. Existen dos antisemitismos:
el “clásico” llamémosle de tipo medieval, que
podríamos denominar “judeofobia”, y el antisemitismo
metafísico, aliado al racismo y al odio más demencial, que
se fue imponiendo a partir del s. XIX y que constituyó el elemento
básico de la ideología nacionalsocialista. Este antisemitismo
racista moderno es el que construyó toda una teoría de la
historia y de la sociedad a partir de las supuestas conspiraciones de
los judíos contra las civilizaciones y los pueblos.
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