LA
SOCIEDAD DE LAS ADICCIONES
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De hecho, hoy puedo asegurar que muchos jóvenes de mi época y de mi pueblo se vieron, de una u otra forma, involucrados en ese mundillo y, hoy en día, algunos ya no están entre nosotros por esa razón, habiendo sido víctimas de sus nefastas consecuencias que les hizo acabar con una muerte prematura. Obviamente, me estoy refiriendo a las llamadas drogas duras, las cuales, en esa etapa de mi vida, con los guateques, el movimiento hippy, la llegada del rock y movidas por el estilo, estaban presentes en los medios, especialmente en el cine y, sin saber cómo, llegaron a una juventud que no estaba preparada para ellas, resultando ser un objetivo fácil.
Por otra parte, el desconocimiento de las mismas, y el temor a ellas de nuestros padres y educadores, no facilitaron una salida fácil. De hecho, aún hoy en día, con todo lo que hemos aprendido sobre ellas, es frecuente que se asocien a la marginalidad y se trate el tema bajo la influencia de prejuicios morales muy acordes con la formación religiosa que predominaba en esa época. Me estoy refiriendo a la estigmatización del adicto. Sin embargo, ciertas circunstancias recientes me han llevado a profundizar un poco en este tema que, como digo, siempre ha despertado mi curiosidad. Además, mi edad actual y mi formación académica, junto con el fácil acceso a la información disponible hoy en día, han propiciado que decidiese abordar este tema con cierta profundidad y una curiosidad científica.
Era en el mes de octubre y coincidió con el primer fin de semana que pude salir del internado, en Zaragoza, y acudir a mi pueblo para poder conciliar con mi familia. Fui invitado al cumpleaños de mi vecino y amigo, ya que su aniversario era doce días antes que el mío. En esa celebración, contagiado por el ambiente, estuve eufórico y bebí más vino de la cuenta, algo que hoy se considera, razonablemente, una locura. Afortunadamente, también debí comer mucho.
Ni que decir tiene que, una vez en la calle, padecí mareo, dolor de cabeza, incoordinación y vómitos. De modo que me tuvieron que llevar a casa. ¡Vaya nochecita! Sin duda se trata Por otra parte, esa era una forma típica de iniciación de los jóvenes de mi época en el alcohol, algo que no era un tema tabú, pues era frecuente tomar vino con gaseosa en las comidas y, cuando uno perdía el apetito, el remedio casero más socorrido era tomar una yema de huevo revuelta en vino quinado. Lo cual podía pasar en niños de menos de diez años. A eso le podemos llamar la cultura popular reinante en aquella época.
Ni que decir tiene que ese hecho no hizo de mí un abstemio, sino que me enseñó a beber con moderación, algo que, salvo alguna honrosa y muy rara excepción, he venido haciendo durante más de medio siglo.
En efecto, a los 10 años de edad tuve que abandonar mi casa para ingresar en un internado, en el Seminario Menor de Zaragoza, en concreto. Allí permanecí cuatro cursos. Pues bien, no recuerdo si sería a los 12 o 13 años; pero entonces los chavales podíamos comprar tabaco y fumarlo a escondidas en los lavabos, que eran amplios y numerosos en un edificio como aquel, hoy transformado en dependencias municipales.
En realidad, podíamos hacer salidas cortas al bar de la gasolinera de Los Enlaces, donde había una sinfonola y, aparte de escuchar buena música, teníamos acceso a la compra de tabaco a través de una máquina expendedora. Lo cierto es que, si bien me inicié en el colegio a una temprana edad, mi consumo de tabaco no era importante sino muy esporádico, obviamente. Cuando iba al pueblo, en vacaciones exclusivamente, mis amigos también fumaban primero a escondidas y pronto de pleno derecho, cuando abandonaban la escuela. Pues bien, allá por mis quince años, solía acompañar a mi padre durante el verano para ayudarle en las labores agrícolas. Recuerdo que, en las bodas, se repartían puros para los varones mayores y cigarrillos para las señoras, señoritas y chavales. De hecho, todavía recuerdo el tabaco que llevé a la boda de mi hermano mayor, a los 14 años: Peter Stuyvesant, un lujo vamos, y sin tener que esconderme.
Pues bien, una tarde calurosa, estando en el campo con mi padre, paramos a descansar. Siempre recordaré sus palabras: “Vamos a hacer un descanso porque en todos los tajos se fuma”. Seguidamente, me dijo: “Saca tabaco”. Yo le dije que no llevaba tabaco pues no fumaba. Él me replicó que sabía de buena fuente que yo fumaba. La conversación no se prolongó, pues él, muy resuelto, dijo: “Vaya fumador de pacotilla que no lleva tabaco”, para luego añadir “Tranquilo, yo llevo tabaco”. Sacó su paquete de Ideales, el famoso “Caldo”, y su librillo de papel de fumar, “Smoking”, supongo; y lió dos cigarrillos, uno para él y otro para mí, de aquel tabaco oscuro lleno de “trancas”. Aquello era matarratas, algo infumable, pues yo estaba acostumbrado a las marcas, con filtro, tales como Ducados, 46 y Rex, que me encantaba.
Ni que decir tiene que, desde aquel momento, perdí todo interés por el tabaco. En realidad, yo creo que nunca fui un fumador habitual de los que “se tragaba el humo”. Es decir, el tabaco no me había enganchado. A partir de entonces, fumaba excepcionalmente, en alguna boda, y recuerdo una en que, entre la copiosa comida, lo que bebí, vino y cava supongo, y el puro que me fumé, iba que no me tenía. Pasé una mala tarde. Moraleja, ni se te ocurra volver a fumar, Antonio. Y hasta hoy, felizmente.
Los comienzos en la adolescencia se suelen hacer saltándose normas y pretenden imitar comportamientos de adultos. Los inicios pueden conllevar efectos adversos, como consecuencia de la toxicidad de algunas drogas. Si uno no llega a engancharse, como fue mi caso, o bien aprende a manejar el consumo, como me sucedió con el alcohol, o bien lo abandona, al igual que me sucedió con el tabaco una vez que tuve el permiso de mi padre para fumar, lo cual me hizo perder interés en ese comportamiento.
Sin duda, el famoso “Caldo” tuvo algo que ver en ello, sabía fatal. Además, hay otra cosa que es importante reseñar. En efecto, en muchos individuos, parece que, por predisposición genética, se producen efectos adversos por el consumo en el primer contacto, lo cual favorece que se desencadene aversión a la sustancia y no se caiga en el abuso. Por el contrario, otros repiten y quedan atrapados en el consumo.
La pregunta es: ¿por qué se produce adicción en un porcentaje de los consumidores?
Esto me da pie a abordar cómo funciona nuestro organismo con respecto a dichas sustancias, lo cual se sustenta en unas bases neurocientíficas que, unidas a factores psicológicos y sociales, nos permiten tener una visión más clara del problema del abuso del consumo de drogas, o adicción, y de sus consecuencias.
La clave está en que las drogas, además de afectar a algunos
órganos como el hígado, el pulmón, el estómago,
etc., según los casos, tienen una acción directa sobre el
cerebro que es lo que las puede hacer adictivas en individuos susceptibles.
Ciertamente, la mayoría de las drogas, si no todas, actúan a través del sistema dopaminérgico, es decir produciendo una descarga de dopamina, un neurotransmisor o mensajero entre las neuronas, el cual, habitualmente, acaba produciendo una liberación de opioides o cannabinoides endógenos, los cuales dan sensaciones placenteras. La dopamina es la que nos motiva y nos mantiene en la búsqueda del placer. Es el resultante de la interacción entre centros o núcleos nerviosos y áreas cerebrales que han desarrollado un mecanismo enfocado a nuestra supervivencia.
Sin embargo, el organismo es sabio y activa la sensación de hambre, por mecanismos fisiológicos complejos, cuando necesitamos alimentos, dando lugar a la saciedad, una vez satisfechas temporalmente tales necesidades.
Con lo cual no se produce, en condiciones normales, repito, adicción. Por supuesto que esto también puede tener sus excepciones, como la adicción a la comida; pero es algo patológico. Con el sexo, por lo general, pasa algo parecido. Ambos mecanismos están mediados por respuestas de producción de dopamina que ponen en contacto estructuras del cerebro límbico (el área tegmental ventral y el núcleo accumbens, principalmente) productoras de la señal de dopamina, con otras áreas que juegan un papel en las emociones y la memoria, también en la región límbica (amígdala, hipocampo) y con la zona de la corteza cerebral que se ocupa de las actividades cognitivas de tipo ejecutivo, hablamos de estructuras de la corteza prefrontal. Ese es el llamado circuito de la recompensa.
Esquema del circuito de la recompensa (dopamina)
Como he mencionado, en esta regulación, hay una sustancia mediadora,
denominada dopamina, que juega un papel primordial; pero hay otras muchas
sustancias, tratándose también de neurotransmisores, como
la serotonina, el glutamato o el GABA
Veamos cómo sucede esto.
Cada vez que una persona consume una sustancia adictiva, esta provoca una liberación de dopamina, con resultados placenteros, por lo general, la cual genera un deseo de utilizar de nuevo dicha sustancia sin tener en cuenta las consecuencias.
Esto hace que las descargas fisiológicas de dopamina no realicen su función normal, de modo que se puede perder el interés por la comida, el sexo u otras funciones, dando lugar a que el usuario se vuelva adicto a la droga, ya que si no recibe esas altas dosis de dopamina no se encuentra a gusto. En ello se fundamenta la adicción. Curiosamente, la droga con el uso repetido ya no produce placer, puesto que se desarrolla tolerancia a la misma, sino que elimina los síntomas nefastos que son desencadenados por su ausencia.
Es lo que se conoce como síndrome de abstinencia. Como decimos, todo ello se basa en los cambios estructurales ocasionados por la droga en el cerebro una vez que se ha desarrollado la dependencia.
O sea, en el adicto, la droga se toma para calmar o paliar sus efectos
negativos en lugar de para producir placer, por muy contradictorio que
esto parezca.
Ludopatía
De
modo que, aunque quiera abandonar el consumo, sus mecanismos reguladores
ya no funcionan. De ahí que se acepta que la adicción es
una enfermedad de curso crónico, habiéndose descartado los
prejuicios morales que consideraban a los drogadictos gente viciosa que
no quería apartarse de las drogas. Las técnicas de diagnóstico
neurológicas han dejado esto meridianamente claro.
En efecto, dado que la conexión entre la zona límbica del cerebro y la corteza prefrontal, responsable de las funciones ejecutivas, no queda bien establecida hasta alrededor de los 20 años, los adolescentes pueden ser presa fácil de las drogas.
Debido a esta inmadurez neurológica son más propensos a la rebeldía y carecen del suficiente control sobre actividades que pueden ser peligrosas, además de ser más adictos al riesgo. Si se inician tempranamente en las drogas, estas pueden tener efectos nefastos a largo plazo en su sistema de regulación, ya que impide el normal desarrollo de las áreas implicadas en capacidades cognitivas esenciales. Esto se debe tener muy en cuenta a la hora de prevenir la iniciación de los jóvenes en el consumo de drogas que, a menudo, se consideran “inocuas” no siéndolo, como el alcohol, el tabaco o el consumo de marihuana. El riesgo de adicción es, en esos casos, muy superior, especialmente en individuos en que concurren circunstancias de vulnerabilidad tanto genética como del desarrollo. Es decir, jóvenes que sufren o han sufrido traumas y que se encuentran sometidos a situaciones estresantes.
No cabe duda que las drogodependencias son parte de las plagas que acechan a nuestra sociedad y tienen una gran repercusión individual, social, sanitaria y económica. Sin embargo, a menudo, los árboles no nos dejan ver el bosque; ya que hay adicciones muy peligrosas, de uso corriente y tolerado, que nada tienen que ver con el consumo de sustancias legales o prohibidas. De hecho, forman parte de nuestro día a día. En efecto, la búsqueda de placer o, en otras palabras, el circuito de la recompensa basado en la dopamina, nos puede jugar malas pasadas en otras muchas áreas. Sin duda, hay muchas facetas en las que podemos ser “presa de nuestros instintos” o, más bien, víctima de nuestras “pasiones”.
De la serie Beauty in Black Por citar unos ejemplos comunes, la adicción al sexo, a la pornografía, a las apuestas, a los dulces o a las redes sociales. Por supuesto, algunas de estas prácticas tienen solamente repercusión a nivel personal; pero la mayoría de ellas acaban teniendo una repercusión en nuestro entorno familiar, laboral o social, pudiendo llegar a acarrear graves consecuencias. Todas ellas, de una u otra manera, tienen que ver con nuestra liberación de dopamina y nuestra capacidad de autocontrol. Es más, en muchos casos, no se ha llegado a establecer un límite entre lo normal y lo patológico, de modo que, a menudo, muchos de los afectados no buscan ni reciben la atención necesaria para desengancharse de la dependencia. De hecho, hay mucho dinero u otro tipo de intereses en juego. De
modo que cualquiera de nosotros, sin tener una predisposición genética
a la adicción, como es el caso para el consumo de las sustancias,
nos podemos ver atrapados en la red, nunca mejor dicho. Es evidente que
muchas de estas “drogas” son prescindibles y, de hecho, hasta
hace pocos años no disponíamos de ellas o no era tan fácil
conseguirlas; pero la evolución de la tecnología y la sociedad
nos abocan a recurrir a las mismas. No cabe duda que “sin droga
no hay adicción”; pero cuando internet está en nuestro
día a día o la oferta de productos alimenticios de alta
palatabilidad, aunque nocivos para la salud, es amplia y nuestra economía
nos lo permite, es fácil caer en la trampa. A veces, el coste aparente
es cero, pues basta con encender el teléfono móvil y conectarse
con Facebook u otras redes (Tik Tok, YouTube, Instagram, etc.) desde primera
hora de la mañana sin que nos cueste un euro, pues su precio está
incluido en nuestra tarifa telefónica. Sin embargo, en Economía,
hay un concepto muy importante que es “el coste de oportunidad”,
el cual consiste básicamente en que, si yo tengo una cantidad de
dinero, digamos, la puedo emplear en varios conceptos. Si decido gastarlo
en uno en concreto, ello puede significar que estoy perdiendo la oportunidad
de emplearlo en algo más beneficioso para mí. Es decir,
en la elección de un producto estoy renunciando a otras opciones.
En efecto, la afición al deporte, a la lectura o a actividades sociales solidarias, entre otras opciones, son un buen ejemplo de ello. No cabe duda de que la madurez es una gran ayuda en este sentido, siempre que no se llegue demasiado tarde (p.e. para según que tipo de actividades deportivas). Sin embargo, hemos de mirar hacia nuestro reemplazo y, en este sentido, la prevención es la mejor de las medidas que podemos adoptar.
Sin duda, educar bien a nuestros jóvenes y enseñarles a saber controlarse es la mejor herramienta que podemos darles para que gocen de una vida plena y construyan una sociedad más justa y equilibrada. En definitiva, para que sean más libres. Son muchas las tentaciones y es fácil e incluso placentero caer en las mismas. Sin embargo, se trata de un placer efímero y carente de sentido o hueco.
El mayor placer consiste en ser los dueños de nuestros actos y tomar las riendas de nuestra vida, adoptando decisiones encaminadas al mayor beneficio personal, en el sentido psicológico y moral, ya que, sin duda, redundará en un mayor beneficio familiar y social.
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REVISTA NIVEL 2. NÚM 41. AGOSTO 2025
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