LA SOCIEDAD DE LAS ADICCIONES
Antonio Callén Mora

 

 

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La sociedad de las adicciones

 


La drogadicción ha sido un tema que siempre me ha preocupado. Al menos recuerdo que, en mi adolescencia, es algo que no me pasó desapercibido. No es que yo tuviese acceso a las drogas ni siquiera curiosidad por probarlas; pero, a pesar de no verme sometido a ese riesgo de forma directa, estaban muy presentes en mi entorno.

De hecho, hoy puedo asegurar que muchos jóvenes de mi época y de mi pueblo se vieron, de una u otra forma, involucrados en ese mundillo y, hoy en día, algunos ya no están entre nosotros por esa razón, habiendo sido víctimas de sus nefastas consecuencias que les hizo acabar con una muerte prematura.

Obviamente, me estoy refiriendo a las llamadas drogas duras, las cuales, en esa etapa de mi vida, con los guateques, el movimiento hippy, la llegada del rock y movidas por el estilo, estaban presentes en los medios, especialmente en el cine y, sin saber cómo, llegaron a una juventud que no estaba preparada para ellas, resultando ser un objetivo fácil.

 

Por otra parte, el desconocimiento de las mismas, y el temor a ellas de nuestros padres y educadores, no facilitaron una salida fácil. De hecho, aún hoy en día, con todo lo que hemos aprendido sobre ellas, es frecuente que se asocien a la marginalidad y se trate el tema bajo la influencia de prejuicios morales muy acordes con la formación religiosa que predominaba en esa época. Me estoy refiriendo a la estigmatización del adicto.

Sin embargo, ciertas circunstancias recientes me han llevado a profundizar un poco en este tema que, como digo, siempre ha despertado mi curiosidad. Además, mi edad actual y mi formación académica, junto con el fácil acceso a la información disponible hoy en día, han propiciado que decidiese abordar este tema con cierta profundidad y una curiosidad científica.

 

 

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Mi primera borrachera


En principio, he de confesar que ese fue un tema que siempre me dio miedo. Supongo que era el miedo a lo desconocido. De hecho, tengo presente que mis pensamientos al respecto eran de tener pavor a perder el control, a no ser yo. Y, según parece, no estaba muy equivocado. Quizás contribuyese a ello, mi primera borrachera; es decir, mi primer contacto desagradable con una droga aceptada socialmente. Lo recuerdo perfectamente, fue unos días antes de cumplir los 15 años. En efecto, la memoria no me falla en este caso y, además, esas cosas suelen dejar un recuerdo indeleble.

 

Era en el mes de octubre y coincidió con el primer fin de semana que pude salir del internado, en Zaragoza, y acudir a mi pueblo para poder conciliar con mi familia. Fui invitado al cumpleaños de mi vecino y amigo, ya que su aniversario era doce días antes que el mío. En esa celebración, contagiado por el ambiente, estuve eufórico y bebí más vino de la cuenta, algo que hoy se considera, razonablemente, una locura. Afortunadamente, también debí comer mucho.

 

Ni que decir tiene que, una vez en la calle, padecí mareo, dolor de cabeza, incoordinación y vómitos.

De modo que me tuvieron que llevar a casa. ¡Vaya nochecita! Sin duda se trata

Por otra parte, esa era una forma típica de iniciación de los jóvenes de mi época en el alcohol, algo que no era un tema tabú, pues era frecuente tomar vino con gaseosa en las comidas y, cuando uno perdía el apetito, el remedio casero más socorrido era tomar una yema de huevo revuelta en vino quinado. Lo cual podía pasar en niños de menos de diez años. A eso le podemos llamar la cultura popular reinante en aquella época.

 

Ni que decir tiene que ese hecho no hizo de mí un abstemio, sino que me enseñó a beber con moderación, algo que, salvo alguna honrosa y muy rara excepción, he venido haciendo durante más de medio siglo.

 

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Otro evento que me gusta recordar y forma parte de mi anecdotario es cómo empecé a fumar y la graciosa forma en que decidí dejar de hacerlo.

En efecto, a los 10 años de edad tuve que abandonar mi casa para ingresar en un internado, en el Seminario Menor de Zaragoza, en concreto. Allí permanecí cuatro cursos.

Pues bien, no recuerdo si sería a los 12 o 13 años; pero entonces los chavales podíamos comprar tabaco y fumarlo a escondidas en los lavabos, que eran amplios y numerosos en un edificio como aquel, hoy transformado en dependencias municipales.

 

En realidad, podíamos hacer salidas cortas al bar de la gasolinera de Los Enlaces, donde había una sinfonola y, aparte de escuchar buena música, teníamos acceso a la compra de tabaco a través de una máquina expendedora.

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Lo cierto es que, si bien me inicié en el colegio a una temprana edad, mi consumo de tabaco no era importante sino muy esporádico, obviamente.

Cuando iba al pueblo, en vacaciones exclusivamente, mis amigos también fumaban primero a escondidas y pronto de pleno derecho, cuando abandonaban la escuela.

Pues bien, allá por mis quince años, solía acompañar a mi padre durante el verano para ayudarle en las labores agrícolas.

Recuerdo que, en las bodas, se repartían puros para los varones mayores y cigarrillos para las señoras, señoritas y chavales. De hecho, todavía recuerdo el tabaco que llevé a la boda de mi hermano mayor, a los 14 años: Peter Stuyvesant, un lujo vamos, y sin tener que esconderme.

 

Pues bien, una tarde calurosa, estando en el campo con mi padre, paramos a descansar. Siempre recordaré sus palabras: “Vamos a hacer un descanso porque en todos los tajos se fuma”. Seguidamente, me dijo: “Saca tabaco”. Yo le dije que no llevaba tabaco pues no fumaba. Él me replicó que sabía de buena fuente que yo fumaba. La conversación no se prolongó, pues él, muy resuelto, dijo: “Vaya fumador de pacotilla que no lleva tabaco”, para luego añadir “Tranquilo, yo llevo tabaco”.

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Sacó su paquete de Ideales, el famoso “Caldo”, y su librillo de papel de fumar, “Smoking”, supongo; y lió dos cigarrillos, uno para él y otro para mí, de aquel tabaco oscuro lleno de “trancas”.

Aquello era matarratas, algo infumable, pues yo estaba acostumbrado a las marcas, con filtro, tales como Ducados, 46 y Rex, que me encantaba.

 

Ni que decir tiene que, desde aquel momento, perdí todo interés por el tabaco. En realidad, yo creo que nunca fui un fumador habitual de los que “se tragaba el humo”. Es decir, el tabaco no me había enganchado.

A partir de entonces, fumaba excepcionalmente, en alguna boda, y recuerdo una en que, entre la copiosa comida, lo que bebí, vino y cava supongo, y el puro que me fumé, iba que no me tenía. Pasé una mala tarde. Moraleja, ni se te ocurra volver a fumar, Antonio. Y hasta hoy, felizmente.


Pues bien, llegados a este punto, ya hemos entrado, sin querer, en aspectos muy interesantes sobre las drogas. En efecto, hay drogas socialmente aceptadas que por ello no dejan de ser dañinas. La iniciación a su consumo en mi juventud podía ser muy temprana, lo cual, como veremos, es un factor de riesgo. Es normal que uno empiece por curiosidad y por imitación, con coetáneos.

Los comienzos en la adolescencia se suelen hacer saltándose normas y pretenden imitar comportamientos de adultos.

Los inicios pueden conllevar efectos adversos, como consecuencia de la toxicidad de algunas drogas. Si uno no llega a engancharse, como fue mi caso, o bien aprende a manejar el consumo, como me sucedió con el alcohol, o bien lo abandona, al igual que me sucedió con el tabaco una vez que tuve el permiso de mi padre para fumar, lo cual me hizo perder interés en ese comportamiento.

 

Sin duda, el famoso “Caldo” tuvo algo que ver en ello, sabía fatal. Además, hay otra cosa que es importante reseñar. En efecto, en muchos individuos, parece que, por predisposición genética, se producen efectos adversos por el consumo en el primer contacto, lo cual favorece que se desencadene aversión a la sustancia y no se caiga en el abuso. Por el contrario, otros repiten y quedan atrapados en el consumo.

 

La pregunta es: ¿por qué se produce adicción en un porcentaje de los consumidores?

 

 


El sistema o circuito de la recompensa


Hasta ahora me he limitado a hablar de mis primeras experiencias con las drogas socialmente aceptadas.

Esto me da pie a abordar cómo funciona nuestro organismo con respecto a dichas sustancias, lo cual se sustenta en unas bases neurocientíficas que, unidas a factores psicológicos y sociales, nos permiten tener una visión más clara del problema del abuso del consumo de drogas, o adicción, y de sus consecuencias.


En efecto, si bien mi primera experiencia con el alcohol fue nefasta, yo seguí consumiéndolo, lo cual, sin duda, tuvo que ver con el entorno en que me movía. En realidad, lo que me pasó fue que pagué “la novatada”. A partir de entonces, empecé la fase de consumo moderado de alcohol que me ha permitido “disfrutar de sus ventajas” sin padecer sus efectos negativos, al menos aparentemente, pues no hay que olvidar que el alcohol tiene efectos nocivos para varios órganos. ¿De dónde viene todo esto?

 

La clave está en que las drogas, además de afectar a algunos órganos como el hígado, el pulmón, el estómago, etc., según los casos, tienen una acción directa sobre el cerebro que es lo que las puede hacer adictivas en individuos susceptibles.

Ciertamente, la mayoría de las drogas, si no todas, actúan a través del sistema dopaminérgico, es decir produciendo una descarga de dopamina, un neurotransmisor o mensajero entre las neuronas, el cual, habitualmente, acaba produciendo una liberación de opioides o cannabinoides endógenos, los cuales dan sensaciones placenteras.

La dopamina es la que nos motiva y nos mantiene en la búsqueda del placer.

Es el resultante de la interacción entre centros o núcleos nerviosos y áreas cerebrales que han desarrollado un mecanismo enfocado a nuestra supervivencia.


De hecho, el acto de comer, fundamental para nuestra supervivencia individual, y las relaciones sexuales, esenciales para la supervivencia de la especie, son funciones fisiológicas que van acompañadas, normalmente, de placer e incitan a la repetición.

Sin embargo, el organismo es sabio y activa la sensación de hambre, por mecanismos fisiológicos complejos, cuando necesitamos alimentos, dando lugar a la saciedad, una vez satisfechas temporalmente tales necesidades.

 

Con lo cual no se produce, en condiciones normales, repito, adicción. Por supuesto que esto también puede tener sus excepciones, como la adicción a la comida; pero es algo patológico.

Con el sexo, por lo general, pasa algo parecido.

Ambos mecanismos están mediados por respuestas de producción de dopamina que ponen en contacto estructuras del cerebro límbico (el área tegmental ventral y el núcleo accumbens, principalmente) productoras de la señal de dopamina, con otras áreas que juegan un papel en las emociones y la memoria, también en la región límbica (amígdala, hipocampo) y con la zona de la corteza cerebral que se ocupa de las actividades cognitivas de tipo ejecutivo, hablamos de estructuras de la corteza prefrontal. Ese es el llamado circuito de la recompensa.

 



Esquema del circuito de la recompensa (dopamina)


Obviamente, no voy a entrar en detalles de estas interacciones pues son bastante complejas y no es el objeto principal de este escrito, pudiendo el lector interesado revisar bibliografía especializada al respecto que es abundante.

 

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En definitiva, la idea es que hay unos circuitos cerebrales, una de cuyas partes es común a otras especies animales, los centros de la recompensa, y otra más evolucionada, propia de nuestra especie, la corteza prefrontal, cuya misión principal es asegurar nuestra supervivencia y la de nuestra especie. Es decir, entre otras cosas, su misión es evitar comportamientos que nos ponen en riesgo o amenazan nuestra supervivencia.

 

Como he mencionado, en esta regulación, hay una sustancia mediadora, denominada dopamina, que juega un papel primordial; pero hay otras muchas sustancias, tratándose también de neurotransmisores, como la serotonina, el glutamato o el GABA

(ácido gamma aminobutírico) que también juegan un papel esencial en la regulación del sistema. De modo que tenemos una “máquina” que, en condiciones normales, funciona a la perfección. Ahora bien, ¿qué pasa con las drogas?

 

 


El papel de las drogas


Las drogas son sustancias naturales, obtenidas de plantas o bien mediante fermentación, semisintéticas o sintéticas que comparten estructuras químicas con alguna de las sustancias que juegan un papel en la regulacióncerebral, es decir los neurotransmisores, interactuando con los receptores neuronales de dichos mensajeros, de los opioides o de los cannabinoides endógenos.
Podríamos decir que son infiltrados que suplantan o secuestran nuestros sistemas de regulación neuronal, alterando el equilibrio interno. De hecho, mediante mecanismos activadores o depresores, desencadenan sensaciones placenteras que pueden secuestrar dichos mecanismos de neurorregulación y, de esa manera, dar lugar a consecuencias nefastas.

 


¿Por qué? Porque, al margen de los efectos colaterales tóxicos que puedan conllevar, pueden desencadenar, como es bien sabido, fenómenos como la adicción o dependencia y el síndrome de abstinencia en una parte de los consumidores.

 

 

Veamos cómo sucede esto.

 

Cada vez que una persona consume una sustancia adictiva, esta provoca una liberación de dopamina, con resultados placenteros, por lo general, la cual genera un deseo de utilizar de nuevo dicha sustancia sin tener en cuenta las consecuencias.

 

 

 


De hecho, se ha comprobado que la liberación de dopamina estimulada por las drogas es muy superior a la fisiológica. Esto provoca una especie de secuestro cerebral. El cerebro no está preparado para tales descargas y reacciona reduciendo el número de receptores para la dopamina, lo cual se reconoce como regulación a la baja.

 


Es decir, la droga, a medio-largo plazo provoca cambios estructurales en el cerebro, lo que se conoce como neuroadaptación.

Esto hace que las descargas fisiológicas de dopamina no realicen su función normal, de modo que se puede perder el interés por la comida, el sexo u otras funciones, dando lugar a que el usuario se vuelva adicto a la droga, ya que si no recibe esas altas dosis de dopamina no se encuentra a gusto. En ello se fundamenta la adicción.

Curiosamente, la droga con el uso repetido ya no produce placer, puesto que se desarrolla tolerancia a la misma, sino que elimina los síntomas nefastos que son desencadenados por su ausencia.

 

Es lo que se conoce como síndrome de abstinencia.

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Como decimos, todo ello se basa en los cambios estructurales ocasionados por la droga en el cerebro una vez que se ha desarrollado la dependencia.

 

O sea, en el adicto, la droga se toma para calmar o paliar sus efectos negativos en lugar de para producir placer, por muy contradictorio que esto parezca.
Además, al verse alteradas las conexiones con los centros reguladores de las funciones ejecutivas, situados en la corteza prefrontal, como hemos dicho, el drogadicto pierde el control sobre el consumo.

 

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Ludopatía

 

 

 

De modo que, aunque quiera abandonar el consumo, sus mecanismos reguladores ya no funcionan. De ahí que se acepta que la adicción es una enfermedad de curso crónico, habiéndose descartado los prejuicios morales que consideraban a los drogadictos gente viciosa que no quería apartarse de las drogas. Las técnicas de diagnóstico neurológicas han dejado esto meridianamente claro.
Aún es más, en períodos de abstinencia, el drogadicto no necesita estar cerca de la droga para estar sometido al fuerte deseo (“craving”) de consumirla; sino que, merced a los procesos de memorización de circunstancias que rodearon al consumo, los cuales tuvieron lugar en su amígdala e hipocampo, cualquier clave o pista ambiental relacionada con el consumo (lugares, amigos u otras circunstancias) pueden hacer que recaiga en la búsqueda y el consumo incluso transcurrido un largo período de abstinencia.
De ahí la importancia de realizar un abordaje multidisciplinar a la hora de tratar la adicción, recurriendo a métodos de psicoterapia y, en caso necesario, tratamientos farmacológicos. En efecto, si bien la adicción está condicionada por elementos biológicos, no bien conocidos, en las personas adictas hay que prestar mucha atención a factores ambientales, tanto de tipo social como de circunstancias asociadas al consumo. Por otra parte, un factor de riesgo o vulnerabilidad bien establecido es la edad a la que se inicia el consumo.

 

En efecto, dado que la conexión entre la zona límbica del cerebro y la corteza prefrontal, responsable de las funciones ejecutivas, no queda bien establecida hasta alrededor de los 20 años, los adolescentes pueden ser presa fácil de las drogas.

 

Debido a esta inmadurez neurológica son más propensos a la rebeldía y carecen del suficiente control sobre actividades que pueden ser peligrosas, además de ser más adictos al riesgo. Si se inician tempranamente en las drogas, estas pueden tener efectos nefastos a largo plazo en su sistema de regulación, ya que impide el normal desarrollo de las áreas implicadas en capacidades cognitivas esenciales. Esto se debe tener muy en cuenta a la hora de prevenir la iniciación de los jóvenes en el consumo de drogas que, a menudo, se consideran “inocuas” no siéndolo, como el alcohol, el tabaco o el consumo de marihuana. El riesgo de adicción es, en esos casos, muy superior, especialmente en individuos en que concurren circunstancias de vulnerabilidad tanto genética como del desarrollo. Es decir, jóvenes que sufren o han sufrido traumas y que se encuentran sometidos a situaciones estresantes.

 


Las adicciones silenciosas

No cabe duda que las drogodependencias son parte de las plagas que acechan a nuestra sociedad y tienen una gran repercusión individual, social, sanitaria y económica. Sin embargo, a menudo, los árboles no nos dejan ver el bosque; ya que hay adicciones muy peligrosas, de uso corriente y tolerado, que nada tienen que ver con el consumo de sustancias legales o prohibidas. De hecho, forman parte de nuestro día a día. En efecto, la búsqueda de placer o, en otras palabras, el circuito de la recompensa basado en la dopamina, nos puede jugar malas pasadas en otras muchas áreas. Sin duda, hay muchas facetas en las que podemos ser “presa de nuestros instintos” o, más bien, víctima de nuestras “pasiones”.

 

 

 

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De la serie Beauty in Black

Por citar unos ejemplos comunes, la adicción al sexo, a la pornografía, a las apuestas, a los dulces o a las redes sociales. Por supuesto, algunas de estas prácticas tienen solamente repercusión a nivel personal; pero la mayoría de ellas acaban teniendo una repercusión en nuestro entorno familiar, laboral o social, pudiendo llegar a acarrear graves consecuencias. Todas ellas, de una u otra manera, tienen que ver con nuestra liberación de dopamina y nuestra capacidad de autocontrol. Es más, en muchos casos, no se ha llegado a establecer un límite entre lo normal y lo patológico, de modo que, a menudo, muchos de los afectados no buscan ni reciben la atención necesaria para desengancharse de la dependencia. De hecho, hay mucho dinero u otro tipo de intereses en juego.

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De modo que cualquiera de nosotros, sin tener una predisposición genética a la adicción, como es el caso para el consumo de las sustancias, nos podemos ver atrapados en la red, nunca mejor dicho. Es evidente que muchas de estas “drogas” son prescindibles y, de hecho, hasta hace pocos años no disponíamos de ellas o no era tan fácil conseguirlas; pero la evolución de la tecnología y la sociedad nos abocan a recurrir a las mismas. No cabe duda que “sin droga no hay adicción”; pero cuando internet está en nuestro día a día o la oferta de productos alimenticios de alta palatabilidad, aunque nocivos para la salud, es amplia y nuestra economía nos lo permite, es fácil caer en la trampa. A veces, el coste aparente es cero, pues basta con encender el teléfono móvil y conectarse con Facebook u otras redes (Tik Tok, YouTube, Instagram, etc.) desde primera hora de la mañana sin que nos cueste un euro, pues su precio está incluido en nuestra tarifa telefónica. Sin embargo, en Economía, hay un concepto muy importante que es “el coste de oportunidad”, el cual consiste básicamente en que, si yo tengo una cantidad de dinero, digamos, la puedo emplear en varios conceptos. Si decido gastarlo en uno en concreto, ello puede significar que estoy perdiendo la oportunidad de emplearlo en algo más beneficioso para mí. Es decir, en la elección de un producto estoy renunciando a otras opciones.
En este caso en concreto, el elemento más valioso que tenemos es nuestro tiempo y, no siendo partidario de exprimirlo al máximo, pues tiene que haber tiempo para todo, la mayoría de las veces, las redes alimentan nuestro circuito de la recompensa; pero nos roban el tiempo y hasta la voluntad.
Esto nos ocurre a los adultos que tenemos más claras nuestras preferencias y gozamos de mayor control, en términos generales; pero es muy peligroso en los niños y en los jóvenes, por su inmadurez, insuficiencia o deficiencia de medios de control cognitivo adecuados. De ahí la importancia de aprender a poner límites externos y a dosificar este tipo de actividades; en definitiva, a educar en el uso y evitar el abuso.

 

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Adicción al trabajo (workaholic)


No quisiera perder la oportunidad, hablando de adicciones, de mencionar esta curiosa y no poca frecuente adicción, muy célebre por su denominación inglesa: workaholic. Resulta paradójico que algo que resulta duro, tedioso e incluso traumatizante para mucha gente pueda dar lugar a un tipo de adicción para unos cuantos. En efecto, uno se pregunta si el trabajo puede activar el circuito de la recompensa. No voy a entrar en profundidades, pero a mí no me cabe ninguna duda de que sí. Yo mismo lo experimenté. A propósito de ello, quiero aprovechar para contar una situación que viví. A principios de los 90, llevando ya más de diez años trabajando en una empresa, decidí realizar mi tesis doctoral. Esto era algo que no necesitaba para desempeñar mi trabajo; pero partía de una motivación para mi desarrollo personal. Era un reto. Como mi labor profesional requería bastantes viajes y ocupaba una parte importante de mi tiempo, el trato con mis jefes fue que me apoyarían para realizar el trabajo; pero tendría que ser a costa de mi tiempo libre. Eso hizo que, dedicase los fines de semana a trabajar en mi proyecto. Lo cual traté de compatibilizar con mis obligaciones familiares. Lo curioso es que, llegué a engancharme hasta tal punto que, llegadas las primeras Navidades, al desplazarnos mi familia y yo desde Salamanca a mi pueblo natal por vacaciones, tuve que dejar de lado unos días mi dedicación a la tesis para enfocarme en actividades de tipo familiar, fundamentalmente. Pues bien, recuerdo que durante las celebraciones familiares me invadió un sentimiento de aburrimiento enorme, teniendo la sensación de que me faltaba el estudio, la rutina. Es decir, fue una especie de síndrome de abstinencia. Ni que decir tiene que aquella adicción tuvo sus repercusiones en el entorno familiar, pues el tiempo que dediqué a la preparación de mi tesis, al quitárselo a mi tiempo libre, se lo sustraje a mi familia; aunque, hice un notable esfuerzo por compatibilizar ambas tareas. De hecho, sin la ayuda de mi mujer, no hubiese logrado cumplir mi objetivo.
Optimizar nuestro circuito de la recompensa
Curiosamente, nuestro circuito de la recompensa, tal y como hemos dicho, es el resultado de un cambio evolutivo tendente a nuestra supervivencia y la de la especie. De ahí que, de igual forma que funciona para regular el hambre o nuestra función reproductiva, se puede utilizar para otras actividades que vayan en nuestro beneficio.

 

 

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En efecto, la afición al deporte, a la lectura o a actividades sociales solidarias, entre otras opciones, son un buen ejemplo de ello. No cabe duda de que la madurez es una gran ayuda en este sentido, siempre que no se llegue demasiado tarde (p.e. para según que tipo de actividades deportivas). Sin embargo, hemos de mirar hacia nuestro reemplazo y, en este sentido, la prevención es la mejor de las medidas que podemos adoptar.

 

 

Sin duda, educar bien a nuestros jóvenes y enseñarles a saber controlarse es la mejor herramienta que podemos darles para que gocen de una vida plena y construyan una sociedad más justa y equilibrada. En definitiva, para que sean más libres. Son muchas las tentaciones y es fácil e incluso placentero caer en las mismas. Sin embargo, se trata de un placer efímero y carente de sentido o hueco.

 

El mayor placer consiste en ser los dueños de nuestros actos y tomar las riendas de nuestra vida, adoptando decisiones encaminadas al mayor beneficio personal, en el sentido psicológico y moral, ya que, sin duda, redundará en un mayor beneficio familiar y social.

 

 


 

 

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