No
me arrepiento de nada” a la luz de la Teosofía.
Por Juan Ramón González Ortiz

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Tal vez tú, querido lector, seas más sabio que yo, lo cual
no es difícil, y nunca hayas dicho la estúpida frase: “No
me arrepiento de nada” o, lo que es igual, “De nada vale arrepentirse”.
Si
es así, si ambas frases nunca salieron de tu boca, el día
que nos conozcamos pasaré a llamarte “magister magistrorum”.
Pero si es cierto que las has pronunciado, entonces has sido otro impulsivo
como yo, y, por eso, déjame explicarte el error que ambos hemos
cometido.
Arrepentirse vale de mucho, de muchísimo. Dicho de otra manera:
“Me arrepiento de tantas cosas…” es una declaración
más positiva y verdadera que no la frase contraria, la cual ha
sido consagrada como arquetipo de valentía y decisión por
la moderna y necia sociedad en la que vivimos.
Ya sabemos que la vida es un mundo de causas, justo es, por tanto, que
haya un mundo de consecuencias.
El mundo de la muerte es ese mundo de consecuencias.
De no existir ese mundo de consecuencias la vida sería peor que
el cuento de una pesadilla narrado por un loco en una noche invernal ¿Os
imagináis que toda esa gente (por llamarles de alguna manera) pudiese
escapar alegremente de la justicia, después de haber vivido y progresado
a base del dolor del prójimo?, ¿qué sentido tendría
la vida entonces? Todos esos políticos sinvergüenzas, demagogos,
engañadores, podridos hasta la entraña, que nunca han trabajado
y que viven del enfrentamiento de los ciudadanos, ¿acaso pueden
irse de este mundo sin conocer y sin experimentar el dolor que han traído
a él? ¿Acaso pueden marcharse “de rositas”,
como si nada? No. No pueden. Y si pudiesen, esta vida sería peor
que un rebuzno o que una carcajada horrísona, y valdría
menos que el orín de los perros, y no tendrían sentido las
leyes, ni la ética, ni el arte, ni nada ….
Si así fuese, no tendría sentido que yo estuviese aquí
sentado escribiendo, ni que tú estuvieses leyéndome. Mejor
tirar estas páginas al fuego, y lanzarse a saquear, a delinquir,
a incendiar, a gozar, a asesinar y a vengarse. Total…
Para purgar nuestros errores está esa maravillosa creación
que es el purgatorio.
El purgatorio nos permite de tal forma lavar el dolor que hemos causado
en el mundo que cuando renazcamos vendremos puros y limpios. Otra cosa
es el karma, que evidentemente habrá que liquidar, pues la justicia
ha de ser reparadora, y el daño que originamos y que hemos ya experimentado
en los mundos subjetivos ha de ser reparado.
Muchas veces, contra lo que la mayoría cree, es posible que cuando
renazcamos se nos conceda la ocasión de servir a aquel contra quien
atentamos, o de que seamos incluso su amigo cercano.
Resumiéndolo mucho, el purgatorio se experimenta en los primeros
momentos de vida astral. A veces se inicia nada más morir, otras
veces no. A veces dura poco tiempo, a veces consume un tercio de lo que
fue la vida terrena (esta es la duración media que le dan algunos
autores). Y consiste en juzgar toda nuestra vida, hasta en su más
mínimo detalle, experimentando en nuestra alma todo el dolor que
causamos al mundo, pero de una manera mucho más intensa, pues el
cuerpo físico absorbe muchísimo sufrimiento. Cuando perdemos
el cuerpo, y desembarcamos en el plano astral, somos pura sensibilidad,
entonces una emoción, un deseo, un pensamiento, una pasión
intensa nos sacude de manera intensísima. El dolor que se sufre
entonces al visionar el mal que ejercimos es insoportable. Recuerdo haber
leído la vida de un vidente de la Iglesia Católica, al que
las jerarquías celestiales le permitieron padecer durante un instante
el dolor del purgatorio, y decía que allí el sufrimiento
espiritual era inimaginable.
Tiene que quedar claro que no existe el infierno, ni los tormentos eternos.
Solo existe el llamado purgatorio, que además es un proceso necesario
puesto que la energía movilizada por el mal ha de agotarse. Gracias
a eso, quedamos libres de toda la maldad que hemos encendido y alimentado
con el fuego del egoísmo. Si ese mal que hemos lanzado al mundo
proviene de una debilidad de nuestra personalidad, en la próxima
vida recibiremos un cuerpo que integre una cierta cantidad de ese deseo
o de esa debilidad, pero también recibiremos el discernimiento
para vencerlo definitivamente. Es decir, que nos dotarán con los
medios útiles para que no sucumbamos a él y aprendamos a
superarlo. Si, ya en un nuevo cuerpo, encontramos un ambiente benevolente
con el mal, una sociedad hedonista y que acorrale las exigencias del alma,
y no luchamos contra esa situación, incitándonos a repetir
nuestra vida pasada, volveremos a caer una vez más, y así
fortaleceremos el mal y atrofiaremos aún más la capacidad
de despertar.
Nuestra única luz ha de ser la rectitud: forzarnos a nosotros mismos
y ser intolerantes con nuestras propias trasgresiones, porque desdichadamente
todo ser humano siempre justificará sus malas acciones ante el
tribunal de su conciencia. No olvidemos que si un ser humano es hábil
en algo es porque en otras vidas consagró muchas horas a ese tema
de su interés. Tampoco olvidemos que es el deseo el que crea las
oportunidades de aquello que deseamos. Finalmente, tengamos en cuenta
que hay dos fuerzas neutralizadoras del mal: una es la infelicidad que
se deriva de la vida materialista y hedonista, y la otra es la propia
corriente de la evolución, que lentamente nos lleva a todos hacia
el máximo desarrollo espiritual.
Por eso es importantísimo el arrepentimiento. Porque consiste en
experimentar el dolor que hemos causado al otro, además sentimos
íntima vergüenza y un impulso generoso de reparar la herida
y de no volver a cometer jamás esa acción. He visto gente
que llevada del arrepentimiento se ha acusado públicamente, ante
todos, de una fechoría que nadie conocía y que a todos nos
había pasado desapercibida. Una persona que tal hace, merece más
alabanzas que las que tributa el pueblo el más taimado y vengativo
de los políticos.
Puesto que nadie es castigado dos veces por el mismo delito, arrepentirse
es ya una manera de pasar por el purgatorio sin esperar a morirnos. Es,
pues, una manera de avanzar en vida y de vaciar nuestra alma de faltas
y pecados. Es una manera perfecta de lavarnos espiritualmente y de depurarnos.
Arrepentirnos no solo es lo mejor que podemos hacer, sino que, desde el
punto de vista espiritual de nuestra evolución, es lo único
que podemos hacer.
El que se arrepiente se pone en contacto con ideas renovadoras que le
impulsarán a un nuevo derrotero. Yo mismo sentí vergüenza,
y sensación de fracaso ante gran parte de mis acciones y sin saber
cómo ni porque empecé a estudiar la Hesiquía, la
oración del corazón, y el cristianismo ortodoxo oriental,
lo cual fue algo que definitivamente me llevó a cambiar de vida
y de mente.
Por otra parte, a través del proceso mala acción/dolor espiritual
se va forjando nuestra conciencia. La conciencia se labra en el purgatorio
cuando nuestra alma queda desnuda y contemplamos la vida propia y juzgamos
todas nuestras acciones. El sufrimiento, la agonía que experimentamos
entonces es lo que nos marca íntimamente y con ese juicio es con
el que renacemos.
La conciencia no es Pepito Grillo susurrándonos al oído,
ni un angelito vestido con una túnica blanca, que, desde nuestro
hombro derecho, donde parece que está suspendido, intenta enmendarnos.
La conciencia es la esencia de la existencia humana vivida a través
del proceso de gozo, por las buenas acciones, y del sufrimiento, por las
malas acciones. Y esto se lleva a cabo en el purgatorio. No hay más.
El fruto triste y amargo de los errores de la vida pasada es lo que llamamos
conciencia.
Arrepentirse en vida es continuar con el proceso de forjar la conciencia,
pues no hay nada peor que obrar contra la conciencia o, lo que es peor,
huir de su voz interior.
He tenido conocimiento de criminales y asesinos que, entregados al arrepentimiento,
decidieron salvar lo que quedaba de sus ya destrozadas vidas y, no solo
aceptaron la pena de reclusión perpetua, sino que a día
de hoy trabajan desde sus cárceles en planes para servir a las
víctimas, a la sociedad o a la ley, o para aconsejar jovencitos
delincuentes y predelincuentes, o a otros criminales
El mayor ejemplo de esto es la vida de uno de los mayores delincuentes
del sistema penal inglés, Albert Wensbourgh, catorce años
en la cárcel, alcohólico, personalidad sumamente agresiva,
mafioso, extorsionador, …, al cual una noche de invierno se le apareció
un ángel en su propia celda. La experiencia mística fue
tan decisiva que al día siguiente los presos querían confesarse
con su antiguo compañero. Consiguió ingresar en la orden
benedictina y en un monasterio inglés siguió cumpliendo
su condena hasta su muerte, en verdadero aroma de santidad.
En definitiva, no nos opongamos al arrepentimiento. No huyamos de su voz.
Dejemos que surja y experimentemos la vergüenza de lo que la conciencia
nos echa en nuestra propia cara. El arrepentimiento nos librará
en esta vida de más dolor en el más allá, y si este
no logra consumir del todo las consecuencias, al menos nos quitará
tiempo de aflicción y de estancia en el purgatorio.
Y, sobre todo, borremos para siempre de nuestro repertorio de hombres
y mujeres mundanos, y desenvueltos, la frase “yo no me arrepiento
de nada”.
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