“Descendió a los infiernos”
Por Juan Ramón González Ortiz

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Cuando yo era un tierno infante, en el colegio en el que estudiaba, habíamos de aprender de memoria un montón de oraciones cristianas, naturalmente, junto con el catecismo.

Los curas que a mí me daban clase, armados de una aterrorizadora regla de madera, se encargaban de comprobar si nuestra memorización era la correcta.

La oración debía de fluir de nuestros labios sin ninguna vacilación, ningún esfuerzo, la oración debía brotar sin ninguna resistencia, como un arroyo.
A día de hoy me sigo acordando de todas ellas.
Por cierto, no albergo ningún resentimiento hacia aquellos curas y sus métodos de enseñanza. Al contario, les estoy agradecidísimo.


Personalmente opino que las antiguas oraciones, esas oraciones en las que la humanidad ha confiado y en las que una y otra vez ha buscado consuelo, los salmos, los viejos cánticos, las antiguas jaculatorias, son un tesoro que no debe caer en el olvido y en la incuria.


Estas oraciones no solo conectan al ser humano con una vibración superior y espiritual, sino que además sirven de puente de unión con entidades dévicas, las cuales acuden al llamado de la oración.


Conviene tratar a cualquier oración con respeto y reverencia, pues constituyen un tesoro humano y divino.


Por supuesto, una de las oraciones más complejas y arduas de memorizar era el Credo. Hoy en día la Iglesia Católica ya ha renunciado a que sus fieles conozcan “el símbolo de la fe”, como fue llamado el Credo. Parece que basta con que la sepa recitar el sacerdote.


Quiero referirme a un versículo que cuando yo era niño avivaba el fuego de mi imaginación. Preguntaba a los curas docenas de veces por el significado de esas extrañas palabras, e incluso busqué una respuesta satisfactoria en los manuales de teología y cristología que había en la biblioteca del colegio.
Finalmente, como era de esperar, encontré la solución al sinsentido de esa particular frase en la Teosofía. No podía ser de otra manera.
La frase en cuestión es la siguiente:
“… padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y
sepultado; descendió a los infiernos, … “
Esa es la frase: “descendió a los infiernos”. Esa era la frase que me volvía loco.
¿Y qué nos dice la Teosofía?
Esta es su explicación:
Este versículo se refiere a que el Cristo, estando su cuerpo aparentemente suspendido de vida, seguía vivo y consciente en una dimensión por encima del plano físico corporal.
Cristo debía de recorrer no el infierno, porque ese un concepto totalmente equívoco y engañoso nacido de las mentes de los primeros legisladores cristianos, sino lo que lo que la sociedad de su tiempo llamaba el Hades, o sea, la esfera de los desencarnados.
Cristo tenía que ir a predicar a los que esperaban en los niveles astrales, pues necesitaban también la audición post mortem y recibir la ayuda de la nueva fe. Llamamos predicación pero como sinónimo de ayuda a la actividad que Cristo desarrolló.
La audición es importantísima. No olvidemos que el oído es el primer sentido en despertar a la vida y el último en apagarse.
Exactamente igual pasa con los relatos sobre la vida del Buda, en los que se dice que el Buda predicó su creencia a una multitud en tal o cual lugar, y que tres mil, o cuatro mil, o seis mil, de los que escuchaban se iluminaron. No se trata de que esta gente allí mismo, de súbito, realizaran la divinidad en su corazón. No. Se trata de que todas esas personas en ese momento recibieron por primera vez en su vida la semilla de la Verdad y del Conocimiento, y esta entró en sus mentes y en sus corazones por el oído, y esta semilla en el trascurso de varias, o muchas, vidas fructificaría y los llevaría finalmente hasta los pórticos de la gloria.
La audición post mortem es practicada en el Tibet, pues cuando muere una persona un lama o un familiar lee junto al oído del difunto el Bardo Todol, y lo mismo se hacía en Egipto con el Libro de los muertos.
Sin lugar a dudas, la predicación que Cristo hizo en los niveles del plano astral llevó la salvación y el descubrimiento de una nueva forma de vivir a todos o a un gran parte de esos espíritus aprisionados en ese mundo por sus deseos inextinguidos y por sus pasiones desbocadas.
La Teosofía supone que Cristo llevó ayuda a todo ese enorme cúmulo de almas temporalmente retenidas, tanto a las que históricamente no supieron nada del cristianismo como a los que sí que conocieron la figura de Cristo. El Cristo les revelaría a todos el verdadero sentido de la evolución humana y la manera de llevar a cabo felizmente esa misión. Aclaremos que la labor que el Cristo emprendió sigue siendo una de las tareas que los discípulos y maestros siguen cumpliendo hoy en día.
La Teosofía nos advierte también de que hay otro segundo significado adherido a este: el descenso a los infiernos según el rito egipcio significaba pasar, y superar, la prueba de la tierra del agua, del aire y del fuego. Esta, se trataba de una serie de pruebas en la que se comprobaba que el cuerpo astral del candidato, o del aspirante, no sufría daño alguno al exponerlos a esos elementos. Por tanto, el aspirante triunfaba sobre los elementos, los cuales no podían oponer ya ningún obstáculo al trabajo del discípulo.
El cuerpo astral es indiferente a la densidad de la roca o al calor del fuego. La clave es desidentificarse por completo del cuerpo físico, el cual está amenazado por el vacío, por la profundidad, por la falta de oxígeno, por el calor excesivo, …
Las pruebas en cuestión no son sino la constatación de que ningún elemento puede coaccionar la libertad de corazón de un iniciado o de un aspirante.

Un iniciado puede precipitarse durante su trabajo astral en lo más hondo de la caldera de un gigantesco volcán sin sentir nada abrasador.

O puede sumergirse en los abismo helados de las profundidades marinas, allí donde ni siquiera puede entrar la luz solar, y contemplar enormes animales marinos, restos de anteriores evoluciones….


Juan Ramón González Ortiz









 

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