El
inmoralista
Por Juan Ramón González Ortiz

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Para Nietzsche, el concepto de Dios es la culminación de una terrible
concepción del ser humano.
Esa concepción culminó en la creación de la moral,
como una exigencia impuesta a toda la sociedad.
Dios es la cima de la pirámide. El ojo flotante y vigilador sobre
el piramidón de oro que corona el edificio de la moral.
Para Nietzsche, Dios, mejor dicho, la idea de Dios, no es sino la referencia
suprema, la última razón, el último punto necesario,
que justifica todo el movimiento moralizador.
Dios se convierte así en el regio valedor y en la todopoderosa
herramienta de los moralistas.
De ahí la famosísima afirmación nietzschiana de “Dios
ha muerto”, pues para teólogos, comentaristas y moralistas,
Dios no se trata de una verdadera criatura viva y trascendente sino más
bien de un pretexto, de un argumento, para extender un tipo de control.
Los místicos ven a Dios como algo vivo, con el cual es posible
la relación y el éxtasis. Este es el motivo de por qué
los moralistas y clérigos han perseguido con verdadera furia a
los místicos, desde San Juan de la Cruz hasta el padre Pío.
Nietzsche llegó a tener tal aversión a la moral que se refería
a sí mismo como “el inmoralista”.
A pesar de que nuestro filósofo no llegó a contemplar el
avasallador poder y la brutalidad del estado moderno, sin lugar a dudas
que intuyó perfectamente lo que iba a venir, y así lo escribe
por doquier, por ejemplo, en sus críticas al concepto kantiano
de moral.
El estado político tiránico y burocrático actual
ha logrado secuestrar la figura de Dios y colocarse en su lugar, dando
lugar a lo que Octavio Paz llama “el ogro filantrópico”.
Lo primero que Nietzsche critica es que no hay hechos morales. Según
nuestro filósofo, el juicio moral crea una realidad que no es tal.
La moral no es el hecho en sí mismo sino una interpretación
irreal de un hecho real. Esa interpretación puede perfectamente
ser errónea, pues cuanto más imaginario es algo, más
se separa de la realidad y por tanto menos verdadero es.
Cuando escribe que,
“la moral no es más que un lenguaje de signos, una sintomatología”
equivale a decir que los juicios morales nos revelan las patologías
de una civilización, es decir, las interioridades que frecuentemente
los historiadores y filósofos pasan por alto.
Para nuestro filósofo, moral significa “mejorar”, y
esto equivale a domesticar. Y llamar mejoramiento a un proceso de palos,
amenazas, irracionalidad, y debilitamiento es toda una burla.
La moral, en definitiva, intenta “mejorar” a la humanidad.
Pero este mejoramiento exige un proceso de doma.
El mejorador, el domador, de la humanidad antaño era el clérigo,
el sacerdote. Ahora es el estado moderno, con
Chaos Walking.
toda su panoplia de armas (medios de difusión, educación,
…) y toda su brutalidad. Efectivamente, el estado es el clérigo
de los clérigos. El terrible e inclemente estado, con toda su burocracia,
adoctrina, deforma las mentes y castiga sin misericordia al refractario.
Ya sabemos en qué consiste la doma moralizadora: estacazos, una
y otra vez, tal vez hambre, rutinas y rutinas sin ningún sentido
y, miedo. Mucho miedo.
Para los moralistas, mejorar equivale a hacer que alguien sea menos dañino.
Para eso, se tulle el espíritu, y muchas veces también el
cuerpo y los sentidos. En definitiva, se trata de convertir a los seres
humanos en seres enfermizos, a base de crearles el reflejo condicionado
del dolor, de la depresión, del temor, de las heridas emocionales.
Todos hemos pasado por eso. Vosotros y yo.
Un ser humano domado es un ser humano “mejorado”.
El proceso de inculcar la moral en un ser humano, en un niño, por
ejemplo, se parece mucho a una cacería.
Al final, lo que tenemos es una caricatura, un engendro de alguien que
lo mismo teme al pecado que al desviacionismo político, y que repite,
sin entender nada, que Dios es lo primero, o que lo más importante
de la sociedad es la colectividad y no la individualidad.
Han echado a perder lo que en sus víctimas había de humano.
La moral, religiosa o estatal, que nos inculcan los clérigos se
basa en que ellos pueden hacer, incondicionalmente, lo contrario de lo
que predican. Es decir, todas las morales se fundamentan en la mentira.
Hablo del supuesto derecho a mentir a su favor que tienen esos clérigos,
laicos o religiosos.
Todas
las morales esconden que sus aristocracias, las clases gobernantes y sus
aliados, los adinerados, los “apparatchiks”, tienen derecho
a hacer lo que deseen, y cuando lo deseen, pues ellos son los que “han
mejorado” a la humanidad, y, por tanto, están más
allá del concepto mundano del bien y del mal, y están autorizados
a contradecir esa misma moral que imponen al pueblo para su mejoramiento.
Lo cual quiere decir que,
“todos los medios con los que hasta ahora se ha pretendido moralizar
a la humanidad han sido radicalmente inmorales”.
Juan
Ramón González Ortiz
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