La belleza del sufrimiento según Nietzsche
Por Juan Ramón González Ortiz

REVISTA NIVEL 2

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La realidad del sufrimiento en este mundo a todos nos causa, aunque sea a ratos, ansia, ira e incluso angustia. Efectivamente, no se puede escapar del sufrimiento.
La bella parábola de la vocación del Buda nos explica que nadie, a no ser un sabio puede huir de los estados dolorosos en esta vida. Enfermedad, vejez, muerte…, nadie puede sustraerse a estos tres eternos acompañantes. Y eso, sin contar la depresión, el desprecio a uno mismo, las injusticias de una sociedad desquiciada, las miserias de la vida social, …
Muy pocos filósofos se han atrevido a tratar estos problemas, los cuales, sin embargo, una y otra vez fueron desarrollados por los padres de la filosofía clásica, la llamada filosofía grecorromana, la cual, en todo momento, se preocupó por los verdaderos problemas del ser humano.
A nuestro filósofo le exasperaba que ninguna filosofía consagrada, o ningún gran autor, hubiese abierto las puertas de su mente a algo tan humano como el sufrimiento continuado en el que nos vemos envueltos desde el instante de nuestro nacimiento, pues nacemos sufriendo, solos y arrojados al mundo, como pequeños y amoratados náufragos.
Nietzsche reaccionó brutalmente contra la filosofía de su tiempo. No salva a casi nadie. Ni siquiera a Kant, del que dice que “se volvió idiota”. En una ocasión en la que Nietzsche hablaba de sí mismo decía que no era un hombre, sino que era, pura y simplemente, “dinamita”.
Curiosamente, el único sistema de creencias que se ha centrado en el sufrimiento como la absoluta realidad de la vida, ha sido el cristianismo en occidente, y el budismo en oriente. Y, claro, Nietzsche y cristianismo son como aceite y agua. Sin embargo, ambos llegan a la misma e idéntica conclusión, si bien por caminos muy diferentes. Una asombrosa conclusión:
El sufrimiento es necesario, el sufrimiento es bueno.
Nietzsche nos lo dice de una forma incomparable:
“A los seres humanos por los cuales yo me intereso les deseo sufrimientos, abandono, enfermedad, malos tratos, desprecio”.
Desde luego, esta frase es inconcebible para cualquiera de nosotros, adormilados ciudadanos de una sociedad reblandecida, acobardada, y temerosa de todo cuanto signifique, dolor, heroísmo o simplemente rectitud moral.
Nietzsche no se centra en la búsqueda de la felicidad, pues esa búsqueda siempre evita o “ningunea” los terribles obstáculos de la enfermedad, la vejez, la falta de dinero, la injusticia de la justicia, un trabajo diario embrutecedor, …. En el proceso de búsqueda de la felicidad, hay que considerar esos obstáculos. Es lo primero que tenemos que hacer.
Frente a los consejos morales de todos los autores aceptados, incluido el gran Schopenhauer, que aconsejan evitar prudentemente todo cuanto nos cause pesar, de cualquier tipo, Nietzsche decide que “se acabó la resignación”.
“Cuanto más queramos gozar de los bienes de la vida tanto más miserables y esclavos de ella nos veremos. La única salida que veo a esta esclavitud es el desprendimiento y la sobriedad”.
Nietzsche percibe que los sabios cuando aconsejaban vida sosegada, la “dorada medianía”, lo hacían solo porque buscaban la evitación del dolor. Para nuestro autor, esa es una postura cobarde y tímida, que equivale a “ocultarse en el bosque como un ciervo espantado”.
“La plenitud no se alcanza evitando el dolor, sino reconociendo su papel como un paso natural e inevitable”.
El dolor forma parte de la plenitud de la vida tanto como el placer. Disminuir la capacidad o la dosis de sufrimiento es disminuir la capacidad de gozar. Para nuestro filósofo, el ser humano verdadero, heroico, crecido y majestuosamente maduro solo puede surgir de las envidias (propias y ajenas), los odios, la dureza, la avidez, la violencia y todas las demás circunstancias que él denomina “favorecedoras”.
Solo es capaz de culminar su vida concebida como una obra maestra, el que penetra en el corazón del dolor físico, y del dolor moral, con su cohorte de ansiedad, humillación, envidia….
Nietzsche explicaba que la plenitud en la vida no llega con facilidad, lo más fácil es que esta no llegue nunca. El dolor físico, sobre todo, es una barrera terrible atroz, porque considerarse encarcelado en el propio cuerpo es la esclavitud más perturbadora que hay.
Nietzsche da un ejemplo: nadie asume el sufrimiento que exige ser un novelista de primer orden, y no un chapucero, o una chapucera, como parece que ahora hay que decir, y de los que hay tantísimos. Él nos ofrece un plan que debe seguirse noche y día. Es un plan agotador, es cierto, que no da ninguna escapatoria al aprendiz de novelista, y que (y esto es lo peor) ha de continuarse inexorablemente durante diez años. Al término de este periodo es muy posible que todo lo que se produzca sea de gran calidad.
En resumen, son diez años de legítimo y puro sufrimiento.
Cuando Nietzsche, a los treinta y cinco años, renunció a su plaza de profesor y aceptó la magra pensión que le concedió la Universidad de Basilea, comenzó a pasar mucha parte de su tiempo en la comarca suiza de la Engadina, cerca de Saint Moritz.
Se levantaba a las cinco de la mañana y andaba con buen paso por toda la región. También subía a picos, por ejemplo, al Piz Corvatsch, desde cuya cima hay una vista inenarrable.
A medida que Nietzsche iba caminando los pensamientos le brotaban en tropel, y él los iba anotando en una libreta de cuero. Un día al ver los apocalípticos glaciares avanzando sobre los valles, con sus enormes rugosos bloques de hielo despeñándose con un estruendo aterrorizador, junto a los bellos y verdes pardos, escribió:
“Lo mismo que pasa con los glaciares sucede con la vida de los seres humanos: las fuerzas más salvajes abren la vía, al principio, por la destrucción, pero su acción es necesaria para que más tarde surjan energías más dulces. Esas terribles energías (que llamamos “males”) son los arquitectos y los obreros de la humanidad”.

Esta cita es muy hermosa y esperanzadora, pero no siempre es así. Muchas veces el dolor continuado atonta o envilece, la envidia constante amarga y la continua competición desemboca en verdadera locura. Pero esto a Nietzsche le trae sin problemas. Él solo busca a los que pueden trascender el dolor de la vida.

Cima del Piz Corvatsch

El estiércol, la lluvia, el sol, el viento, …. Todos esos elementos por sí mismos tan inclementes ayudan al campo de labor a fructificar y a conservar su perenne fertilidad.
Rafael Sanzio, por ejemplo, sentía una gran envidia por Leonardo y Miguel Ángel. La envidia fue su maestra pues fue la que le enseñó a cultivar su talento día a día. Cabe preguntarse dónde estaría ahora ese extraordinario pintor sin ese sentimiento de inferioridad tan hondo que sufría.
Cualquier otro habría respondido a esa envidia cayendo en la desesperación, o quién sabe si en el crimen. Pero Rafael respondió aunando toda su voluntad e inteligencia, y lanzándose a superar al objeto de su deseo.
Rafael no tenía los talentos innatos de otros pintores, o nos lo desarrolló espontáneamente, al margen de la continua práctica, sino que supo adquirir la grandeza transformándose en un verdadero genio, arriesgándose durante años y años en busca de algo deslumbrante y grandioso.
Esto es interpretar sabiamente el sufrimiento.
Esto es ser creativo.
Para Nietzsche, Rafael Sanzio superó y espiritualizó todas las dificultades que aparecían en su camino, y que provenían de él mismo. A esto se le suele llamar “sublimar”, verbo derivado del adjetivo “sublime”, palabra que en latín quería decir ‘que va de abajo hacia arriba’, o también ‘situado en lo alto’, ‘suspendido en el cielo’. Esta palabra se ha señalado muchas veces como la probable etimología del antropónimo Solimán.
Nosotros mismos tenemos que reconocer la deuda de gratitud que tenemos con los momentos de dificultad en nuestras vidas. Yo recuerdo perfectamente las asignaturas más difíciles que tuve en la universidad y a esos intratables catedráticos de antaño, y a día de hoy digo que tanto esas asignaturas como esos profesores son los que (sin saberlo) más hicieron por mí.
Somos dados a pensar que la envidia, la cólera, la ansiedad, son males emocionales que hay que destruir como sea. El problema es cuando descubrimos que esos “malos brotes” no se pueden arrancar ni destruir.
El amor convive con el odio, la gratitud con el desprecio, el agradecimiento con la sed de venganza, la bondad con la tacañería, … Al menos, mientras seamos humanos imperfectos.
No deberían de asustarnos nuestras debilidades, sino que tendríamos que ser capaces de aplicar y llevar a cabo la misma receta de Rafael.
Lo que tiene que asustarnos y preocuparnos es nuestra incapacidad de no saber qué hacer con nuestra parte negativa.
Y aquí entra la mirada de Nietzsche.
Él argumentaba que toda la civilización griega nació de la sublimación y espiritualización de las fuerzas oscuras y terribles que se agitan en el alma humana. Eso que el propio Nietzsche llama lo dionisíaco y Freud lo tanático.
La base de toda la civilización occidental (porque occidente nació en Grecia y Roma, no en Inglaterra, Alemania, Holanda o Estados Unidos) descansa en estas fantásticas y bestiales pulsiones que el genio griego logró desactivar: la poesía trágica y heroica, el núcleo de la sabiduría y del conocimiento científico y de la investigación, todo el arte, la lucha por la propia existencia que emprende cualquier humano, la vida concebida como la liberación continua de una energía que nos es propia,…
Para los griegos todo lo que revelaba potencia en el seno de un ser humano era algo divino, y por tanto lo elevaban al Olimpo. No negaban ninguna mala cualidad natural, sino que le ponían un dios, como maestro y fundador, e instituían un sacerdocio dedicado a ese dios, y unos días de culto, haciendo que incluso el instinto más impetuoso se tornase inofensivo.
“Los griegos consideraban su “demasiado humano” como algo inevitable y preferían, en vez de calumniar su propia naturaleza, concederle una especie de derecho de segundo orden, introduciéndola en los usos sociales y en el culto. Se toleraba que todo lo que conservase algo de malo, de inquietante, de animal y de retrógrado en la naturaleza humana tuviese su desahogo. No se aspiraba a su destrucción”
Los griegos no desarraigaron sus defectos. Al contario, los cultivaron. No declararon la guerra a sus pasiones, porque eso es una pérdida de tiempo y de energía. Aniquilar una pasión no solo es una estupidez, sino que además es imposible. Equivaldría a extraernos todos los dientes para que no nos doliesen.
La plenitud se alcanza respondiendo a las dificultades sin destrozarse mutuamente en la lucha contra ellas. Por ese motivo, Rafael, atormentado por la envidia, no se entregó a la bebida o a la desesperación. Al contario, marchó a Florencia y se dedicó, con todo su ser, a estudiar pintura.
Ni que decir tiene que Nietzsche también aspiraba a la felicidad. Él sufrió lo indecible moral y físicamente durante toda su vida. Solo que sabía que no se puede pretender que la felicidad llegue de forma indolora, tal y como nos sugieren ahora por todas partes políticos y sindicalistas.
En lugar de beber cerveza (”¡Cuánta cerveza hay en la inteligencia alemana!”) y de hacer viajecitos por aquí y por allá, Nietzsche pide que soportemos el esfuerzo de las dificultades en la vida y del dolor físico.
Lo que nos duele es bueno.
Lo que nos hace superarnos es bueno.
Pero no siempre es bueno que nos adormezcan o que nos consuelen.
La mediocridad siempre es mala.
La mediocridad se cura subiendo a una montaña, pero es necesario para eso un esfuerzo continuado y a veces agotador.
Por Juan Ramón González Ortiz









 

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