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UN
VIAJE AL CORAZÓN
DEL
MISTERIO DE JESUCRISTO
(3/3)
Jesús Zatón
El
Monte Carmelo: Crisol de la Sabiduría esenia
El Monte Carmelo no era tan solo una montaña en la costa de Palestina.
Desde tiempos inmemoriales, mucho antes del profeta Elías, había
sido un centro espiritual, un faro de conocimiento. En la época
de Jesús, albergaba una de las escuelas de profetas más
importantes y secretas, un colegio iniciático dirigido por una
rama de los esenios-nazarenos.
Esta comunidad no era como la más ascética y apocalíptica
de Qumrán; representaban una corriente más universalista
y mística, heredera directa de las antiguas escuelas de misterios
de Egipto y Caldea. Eran los "B'nai-Amen", los "Hijos del
Amén", guardianes de la Gnosis.
La vinculación de Jesús con esta escuela es fundamental.
Fue allí, en el Carmelo, donde el joven José (su nombre
de nacimiento, según estas crónicas) recibió su educación
primaria y espiritual.
No aprendió a ser carpintero en un taller de pueblo, sino que fue
instruido en los misterios de la naturaleza, en la ciencia de la curación,
en la astrología sagrada y, sobre todo, en las doctrinas secretas
sobre el alma humana y su conexión con la divinidad. El Carmelo
fue su "Nazaret" espiritual, el lugar donde fue "consagrado"
(significado de nazir) para su misión.

Ilustración: Jesús Zatón
Fue desde este crisol de sabiduría desde donde partió hacia
el Este. Su viaje a la India, el Tíbet y Persia no fue una aventura
improvisada, sino una etapa programada de su formación. La Gran
Fraternidad, cuya sede principal estaba en Egipto, entendía que
el futuro Maestro del Mundo debía conocer y sintetizar en sí
mismo la sabiduría de todas las grandes tradiciones. El joven Issa
fue a Oriente no tanto a aprender de cero, sino a "recordar"
y a confrontar su propia gnosis, ya adquirida en el Carmelo, con las enseñanzas
de los grandes Budas y los sabios Magos .
De Issa a Jesús el Cristo: El sello de Heliópolis
Tras su periplo por Oriente, que duró varios años, regresó
a Occidente, pero no directamente a Palestina. Su destino final era Heliópolis,
la "Ciudad del Sol" en Egipto. Allí se encontraba el
Templo Supremo de la Gran Fraternidad, el centro iniciático más
elevado del mundo conocido. Si el Carmelo fue su universidad, Heliópolis
fue su doctorado, el lugar donde se sometería a las pruebas finales.
En las criptas subterráneas de Heliópolis, que conectaban
simbólicamente con la Gran Pirámide, el iniciado se enfrentaba
a las pruebas de los cuatro elementos, a sus propios miedos y a las tentaciones
del poder. Era un descenso a la "tumba" de la personalidad,
una muerte mística de la que debía resurgir transformado.
Y es aquí donde el misterio humano se abre a lo divino. Comprendí,
como enseñaban los antiguos Misterios, la diferencia crucial entre
Chréstos (del griego, "el bueno", "el útil"),
el aspirante en su proceso de purificación, el "hombre de
dolor" que pule las aristas de su personalidad, y Christos (del griego,
"el ungido"), aquel que ha completado el camino, ha superado
las pruebas y en quien la divinidad interior, el "Maestro secreto",
ha despertado y tomado el control.
Jesús, el hombre, en sus múltiples facetas —el niño
educado en el Carmelo, el joven Issa que viajó por Oriente—
recorrió ese arduo sendero del Chréstos. Cada prueba, cada
desafío, cada acto de compasión y de enseñanza, fue
un paso en la preparación de su ser. En la ceremonia final en Heliópolis,
al superar la última iniciación, se produjo la gran transmutación.
Ya no era solo Jesús el Nazareno, el iniciado del Carmelo. Se había
convertido en Jesús el Cristo. Había sido "ungido",
no con aceite por manos humanas, sino por el fuego del Espíritu.
Su ser individual se había convertido en un canal perfecto, en
un templo viviente listo para albergar la conciencia del Logos Cósmico.
Por lo tanto, la vinculación con el Monte Carmelo es la clave que
desvela el origen de su extraordinaria sabiduría y misión.
No fue un profeta surgido espontáneamente de la Galilea rural,
sino el fruto más perfecto de una antiquísima tradición
iniciática.
El Carmelo le dio las herramientas, sus viajes le dieron la perspectiva
universal, y Heliópolis le otorgó el sello final, transformando
al hombre de dolor en el Ungido, preparando el escenario para el drama
cósmico que estaba a punto de desplegarse en las colinas de Judea.

Ilustración
de Jesús Zatón
Este secreto solar adquirido en las criptas del Nilo necesitaba ser vertido
en el cántaro de la historia visible. Lo que había ocurrido
en el ocultamiento de Egipto debía ser ratificado a la luz del
día en Palestina. Aquí cobra sentido el encuentro con Juan
el Bautista. El rito del Jordán seguramente no fue una iniciación
—pues quien venía de Heliópolis ya poseía una
jerarquía espiritual superior a la del Bautista— sino una
"exteriorización". Fue la traducción exotérica
de un suceso esotérico.
Juan, el último gran profeta de la Ley antigua, no confirió
el espíritu a Jesús, sino que tuvo la videncia para reconocer
lo que Jesús ya traía integrado.
"El Patrón del Salvador: Ecos de un mito universal"
Mientras desentrañaba las capas que conforman la figura de Jesús,
mi investigación me enfrentó a un fenómeno asombroso
y recurrente: la biografía del Nazareno, especialmente en sus momentos
más milagrosos, no era única. Al contrario, parecía
seguir un guion arquetípico, un patrón universal que resonaba
en las historias de otros "salvadores" y dioseshombres de la
antigüedad, mucho antes de que se escribieran los Evangelios.
Descubrí, por ejemplo, que la historia de Krisna en la India, narrada
en los Puranas, incluye un nacimiento virginal de su madre Devaki, un
tirano (Kamsa) que ordena la masacre de los infantes para eliminarlo,
una infancia entre pastores y la realización de milagros. De forma
similar, el dios persa Mitra, cuyo culto se extendió por todo el
Imperio Romano compitiendo con el cristianismo primitivo, también
nació de una virgen un 25 de diciembre en una cueva, fue adorado
por pastores y magos, tuvo doce discípulos, celebró una
"última cena" y, tras su muerte, resucitó al tercer
día.
Los paralelismos continúan. Dioniso en Grecia, nacido de la virgen
Sémele, convirtió el agua en vino en unas bodas y fue llamado
"Salvador" y "Rey de Reyes". Attis de Frigia, nacido
de la virgen Nana, fue conocido como el "Buen Pastor" y su muerte
y resurrección en el equinoccio de primavera se celebraba con rituales
de duelo seguidos de una explosión de alegría. Incluso Horus
en Egipto, hijo de la diosa virgen Isis, fue bautizado, tuvo doce discípulos
y fue traicionado, muriendo y resucitando.
Al principio, esta acumulación de coincidencias podría llevar
al cinismo, a pensar que la historia de Jesús es un simple plagio.
Sin embargo, la conclusión a la que llegué es mucho más
profunda. Estos paralelismos no invalidan la figura de Jesús; más
bien, la elevan y la insertan en una tradición universal.
Lo que estos "mitos solares" y leyendas de dioses-hombres representan
no es una biografía histórica, sino el viaje arquetípico
del alma humana hacia la divinidad.
El
nacimiento de una virgen simboliza el nacimiento de la conciencia espiritual
a partir del alma purificada. La persecución por un tirano representa
la resistencia de nuestro ego inferior a este nuevo nacimiento.
Los
milagros son la manifestación de los poderes del espíritu
sobre la materia. La muerte y resurrección al tercer día
es el núcleo del proceso iniciático: la muerte mística
del viejo "yo" y el renacimiento a una vida superior e inmortal.
La vida de Jesús, por lo tanto, fue contada utilizando este lenguaje
simbólico y universal porque sus seguidores (especialmente los
de tradición helenística y gnóstica) reconocieron
en él la encarnación real y tangible de este arquetipo.
No copiaron un mito; utilizaron el lenguaje del mito, el único
capaz de expresar verdades transpersonales, para explicar la magnitud
de lo que había ocurrido. Jesús no fue otro dios solar,
sino la manifestación histórica perfecta de ese principio
crístico solar que todas estas culturas habían intuido y
venerado a través de sus propios avatares.
Nicea:
La construcción del dogma y el silencio de la Gnosis
El
Concilio de Nicea (325 d.C.) no fue una asamblea de místicos, sino
un congreso político presidido por el emperador. Allí se
forjó la ortodoxia a martillazos. Se decidió por votación
la divinidad de Jesús, se estableció el dogma de la Trinidad
y, lo más importante, se declaró herejía a todo lo
que no encajara en este nuevo molde.
Los
evangelios que presentaban a un Jesús demasiado humano, demasiado
místico o demasiado revolucionario, fueron proscritos y quemados.
Fue la victoria de la estructura sobre la experiencia, del dogma sobre
la gnosis (el conocimiento directo). En el corazón de esta purga,
se silenció especialmente a la figura de María Magdalena.
La
"apóstol de los apóstoles" y compañera
íntima, portadora de la Sabiduría (Sofía), fue degradada
a la figura de una prostituta arrepentida.
Marginarla
a ella fue un acto deliberado para extirpar el principio femenino y sapiencial
de la fe, cimentando así una iglesia patriarcal donde el acceso
a lo divino debía pasar por el intermediario de un clero exclusivamente
masculino.

Ilustración: Jesús Zatón
El Gólgota: El nacimiento Cósmico en la muerte de
un Hombre
Permítanme para acabar, detenerme en el que considero el corazón
palpitante de todo el enigma, el evento que trasciende la biografía
de un hombre para convertirse en un hito en la biografía de nuestro
planeta: el Misterio del Gólgota. Durante mi investigación,
comprendí que limitar la crucifixión a la ejecución
de un líder religioso, por muy trascendente que fuera, era como
observar un eclipse solar fijándose únicamente en la silueta
de la luna y olvidando la inmensidad del sol que oculta. El drama que
se desarrolló en aquella colina a las afueras de Jerusalén
no fue un final, sino un nacimiento de proporciones cósmicas.
La tradición esotérica, a la que he prestado especial atención
en mi obra, nos enseña que el ser al que llamamos Cristo no es
originario de nuestra esfera terrestre.
Es una entidad de una jerarquía inmensamente superior, un arcángel
cuya morada natural es el Sol, el corazón espiritual de nuestro
sistema.
Es
la encarnación del Logos, del principio de Amor-Sabiduría.
Su unión con el hombre Jesús durante el Bautismo en el Jordán
fue el inicio de un proceso inaudito: el descenso gradual de esta conciencia
solar a la densidad de la existencia humana.
Fue
un período de tres años que, desde una perspectiva cósmica,
puede compararse con una gestación. El Cristo se estaba aclimatando,
"encarnando" en el sentido más profundo, en las condiciones
vibratorias de la Tierra a través del purísimo vehículo
que Jesús de Nazaret le había ofrecido.
Pero el momento culminante, el verdadero "parto" a la vida terrestre,
ocurrió en la cruz. Cuando la sangre de aquel cuerpo único,
portador de una divinidad, se derramó y fue absorbida por la tierra,
algo cambió para siempre en la estructura oculta de nuestro mundo.
Cabe considerar que no fue un simple fluido biológico manchando
la tierra. Fue un acto alquímico. El "Yo" solar que habitaba
esa sangre se liberó del contenedor individual (el cuerpo de Jesús)
y penetró en la corteza terrestre.
En ese instante, la entidad crística no "ascendió"
simplemente para abandonar el planeta, como se interpreta comúnmente.
Al
contrario: se fusionó con él. El Cristo se ancló
en el cuerpo etérico de la Tierra, convirtiéndose en su
nuevo Espíritu Planetario, en su Anima Mundi.
Este es el verdadero sacrificio, mucho más vasto que el sufrimiento
físico. Fue una "muerte cósmica" en el sentido
de que una entidad de libertad y luz solar aceptó voluntariamente
limitarse, vincular su destino al de un planeta denso y a la humanidad
que en él evoluciona.
Desde
el Gólgota, la Tierra ya no es la misma.
El
aura etérica de nuestro mundo, antes impregnada únicamente
por las fuerzas de la herencia y la ley (simbolizadas por Jehová),
fue fecundada por la fuerza del amor universal e incondicional.
¿Qué significa esto para nosotros, los seres humanos? Significa
que, a partir de ese momento, el encuentro con el Cristo ya no requiere
una iniciación externa en templos de piedra, un viaje astral al
Sol como en los antiguos Misterios.
La fuerza crística, esa energía de resurrección,
está ahora presente en la propia atmósfera espiritual de
la Tierra, accesible a todo aquel que prepare su ser interior para recibirla.
El Cristo ya no es una entidad externa a la que invocar, sino una fuerza
viva que pulsa en el campo etérico del planeta y, por correspondencia,
en el microcosmos de cada ser humano.
Si bien María Magdalena y los apóstoles fueron los primeros
en contemplar al Resucitado, fue Pablo de Tarso quien aportó la
prueba de esta mutación planetaria.
Pablo,
al transformar al profeta judío en un principio cósmico,
quizás se alejó del Jesús histórico, pero
fue el primero en comprender la realidad esotérica del futuro:
que el Cristo ya no estaba circunscrito a la biología de un nazareno
ni a la geografía de Judea.
Su visión confirma que el encuentro con lo divino no
depende de haber conocido físicamente al hombre, sino de percibir
la presencia viva que satura la atmósfera espiritual del mundo.
La resurrección de Jesús, por tanto, no debe entenderse
tan solo como la reanimación de un cuerpo físico, un milagro
aislado en la historia. Fue la manifestación exterior de este evento
cósmico interior: la victoria del Espíritu de Vida sobre
la materia en descomposición.
El
"cuerpo glorioso" en el que se apareció a sus discípulos
era el arquetipo del cuerpo espiritual que todo ser humano está
destinado a construir.
Por eso, en mi libro, insisto en que el Misterio de Jesucristo no es un
relato del pasado. Es una realidad viva y actuante. Cada vez que un ser
humano se abre a la compasión, al sacrificio del ego y al amor
desinteresado, está sintonizando con la vibración del Cristo
Planetario.
El Gólgota no fue un evento que ocurrió hace dos mil años;
es un portal que se abrió en el tiempo y que permanece abierto,
ofreciendo a cada alma la posibilidad de su propia crucifixión
del "yo" inferior y su propia resurrección a una conciencia
superior.
El Logos ya no habita en un cielo lejano, sino en el corazón mismo
de nuestro mundo, esperando ser descubierto.
Quizás, y esta es la conclusión a la que me ha llevado mi
largo peregrinaje, el enigma no reside en desvelar quién fue Jesús
históricamente. El verdadero misterio que él vino a encarnar
es que el Cristo no es una figura a la que adorar en un altar, sino una
semilla divina plantada en el corazón de cada ser humano, esperando
el momento de germinar, de nacer en nuestra propia cueva interior y de
transfigurarnos. La búsqueda del rostro de Jesús, al final,
se convierte en la búsqueda de nuestro propio rostro verdadero.
Y esa es una aventura a la que estamos todos invitados.
Jesús
Zatón
SI
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